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Latinoamérica

2 de enero del 2003

Lula: el nuevo tiempo de la izquierda

Frei Betto
ALAI

Lula fue elegido presidente de Brasil con más de 52 millones de votos, lo que parece increíble. ¿Cómo un mecánico tornero, fundador de un partido que en su carta de principios defiende el socialismo, llegó al gobierno por el voto popular?
Noten que escribí "llegó al gobierno" y no al poder. Son instancias distintas. Quien tiene poder no acostumbra ser institucionalmente gobierno, como es el caso del capital financiero. Quien es gobierno no necesariamente tiene poder, como los estados de América Latina, que dependen del flujo de capital externo.
La llegada de Lula al cargo más importante de la república ¿representa a la izquierda en el gobierno? Algunos dicen que no, pues, según ellos, Lula sólo fue elegido gracias al abandono de su discurso ideológico, al maquillaje de los asesores de marketing, al corrimiento político de la izquierda hacia el centro (o hacia la socialdemocracia). Según otros, Lula imitó al camaleón, disfrazando de verdeamarillo su color rojo. Una vez elegido, cambiaría la paz y el amor por el enfrentamiento con las fuerzas retrógradas del país.
¿Cambiamos nosotros o cambió Lula?, preguntaba Machado de Assis. Cambiamos ambos. Con excepción de los militantes del PSTU y del PCO, ninguna otra instancia de la izquierda brasileña se opuso al candidato Lula. Y no hay duda de que los electores de esos dos pequeños partidos han dado su voto en la segunda vuelta al candidato del PT.
Pero eso significa que el conjunto de la izquierda brasileña, salvo los reduclula_braz_da tos citados, apoyó o participó en la elección de Lula. En tal sentido, su elección es una victoria de la izquierda. Cuando hablo de la izquierda no me refiero a los militontos rabiosos que se hinchan las bocas con consignas oficiales y lamentan no morir como guerrilleros en la sierra de la Mantiqueira... Militontos que no siempre son capaces del sacrificio de dar atención a su propia familia o de hacer autocrítica frente a sus compañeros. No me refiero a aquellos que adoran estereotipos cinematográficos, visten la boina del Che y llaman burgués a quien no piensa como ellos. Hablo de aquellos que Norberto Bobbio considera posicionados en la izquierda: los que miran como una aberración la desigualdad social (pues según el científico italiano, la derecha la ve como fruto del orden natural de las cosas o, según otros, contingencias del mercado).
Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, es la primera vez que la estrella, símbolo de la izquierda (presente en las banderas de China y de Cuba, y también del PT; y en la boina del Che), hace una curva ascendente. En los últimos 13 años la izquierda quedó condenada al purgatorio. Revisó sus errores, hizo autocrítica, trató de rearticularse en nuevos partidos, promovió manifestaciones contrarias al actual modelo de globalización y, en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, trató de vislumbrar otro mundo posible. Huérfana de paradigmas, la izquierda, que tanto presumía de su conciencia crítica y de su lógica dialéctica, vio cómo se derrumbaban sus dogmas religiosos: el retorno de los países socialistas al capitalismo quebró la espina dorsal del materialismo histórico; la física cuántica mandó al espacio el principio del determinismo; la miseria de Corea del Norte y la apertura de Cuba al turismo, con toda la infraestructura importada de países capitalistas, hicieron que, en la práctica, la teoría fuera otra.
¿Qué significa ser de izquierda hoy? Antes significaba profesar un catálogo de doctrinas basadas en las teorías de Marx y Engels, según las hermenéuticas de Lenin, Trotsky, Stalin o Mao Tse Tung. Terminado el Muro de Berlín, presencié, en viajes por países socialistas, algo semejante a un grupo de cardenales que al morir descubren que no hay ni Dios ni cielo: teóricos del partido se adhirieron a los nuevos tiempos neoliberales y fueron rarísimos los militantes que se escondieron en trincheras para reiniciar la lucha por el socialismo. Y menos aún los que se aliaron con los pobres, las grandes víctimas de la desaparición del socialismo real. En resumen, ¿qué diablos de hombre y mujer nuevos eran aquellos que, ante la conmoción del sistema, no llevaban en sí convicciones, valores subjetivos, capaces de mantener encendida la vocación revolucionaria?
Con la caída del Muro de Berlín quedó claro que había tres tipos de militantes de izquierda: los adaptados, los ideológicos y los orgánicos. Adaptados eran aquellos que se acomodaron al socialismo con el mismo espíritu oportunista con que se adaptaron después al capitalismo; su negocio era mamar de las tetas del Estado. Hacían del partido único el trampolín para alcanzar sus ambiciones personales. Eran izquierdistas fisiológicos, sin ninguna convicción subjetiva de las tesis que defendían de la boca para fuera.
Los ideológicos sabían de corazón toda la cartilla marxista, citaban de memoria una extensa bibliografía, adoraban tener infinitas reuniones, rendían culto a sus jefes en el poder, pero no demostraban amor al pueblo, trataban a sus subalternos con la misma arrogancia con que un burgués lo hace en las obras de Gorky, y nunca estrechaban vínculos con los sectores más pobres de la población.
Los orgánicos se mantenían permanentemente sintonizados con el movimiento social, ayudando a fortalecer las organizaciones de la sociedad civil, como fue el caso, en Brasil, de los comunistas que actuaron junto a sindicatos rurales y urbanos y de los cristianos vinculados a las comunidades eclesiales de base y a las pastorales populares, que ayudaron a expandir el movimiento popular. Sólo los orgánicos sobreviven en las izquierdas en los ex países socialistas; sólo ellos, en Brasil, no se sintieron derrumbados con la desaparición del socialismo e el este europeo, como si el Muro de Berlín hubiese caído sobre sus cabezas.
Lula es fruto del objeto de la izquierda: la clase trabajadora. Recuerdo bien la fundación del PT. Los políticos afiliados a los partidos de izquierda se pusieron furiosos ante la petulancia de un obrero que se negaba a ingresar a los partidos que representaban los intereses de las clases trabajadoras y con gesto osado creaba lo que nadie todavía había pensado: un partido de los trabajadores. Vi a un dirigente comunista, renombrado intelectual, tirarse del pelo, indignado, como si dijera:
¿por qué un proletario anhela ser vanguardia del proletariado? ¿Será que no conoce la historia? ¿No sabe que los partidos de la vanguardia del proletariado casi siempre fueron dirigidos por intelectuales (Lenin, Stalin, Mao, Fidel...)?
Enfocar a Lula desde la óptica ideológica, antes de fijarse en su extracción social, es invertir los términos de la ecuación política. Sin embargo, Lula no es resultado de sí mismo, sino de un movimiento social construido durante 40 años (1962-2002), en el que las teorías de Marx tuvieron menos importancia que la pedagogía de Paulo Freire. Lula es fruto de las CEB y de la Teología de la Liberación, de la izquierda que enfrentó a la dictadura y de las oposiciones sindicales, de la CUT y del MST, del agravamiento de la crisis social brasileña y de la actual globocolonización. Lula es lo que queda de la izquierda orgánica después de la caída del Muro de Berlín. Ahora sube la estrella.
La coyuntura nacional e internacional sufrió cambios sustanciales después de 1989. El mundo unipolar quedó bajo la hegemonía neoliberal, el capital especulativo sobrepasó al productivo, aumentó la desigualdad, las teorías de izquierda pasaron por una rigurosa evaluación crítica, movimientos como el MST fueron innovadores en sus métodos de lucha, adecuando propuesta y conquista; las revoluciones se hicieron inviables (Nicaragua, El Salvador, Colombia...) frente a la guerra de baja intensidad de las potencias.
En tanto, la piedra angular de todo el edificio de la izquierda, desde los socialistas utópicos hasta Fidel Castro, no sólo se mantuvo, sino que se amplió: la pobreza como fenómeno colectivo. Pues sólo los cínicos fingen ser de izquierdas para buscar parcelas de poder. Estar en la izquierda es, como principio ético, luchar para que todos tengan acceso a los bienes esenciales para la vida y la felicidad.
Es por lo profundo del agravamiento de la cuestión social por lo que Lula ganó la elección. Sus fuerzas de sustentación política, como la CUT y el MST, ya habían obligado a la agenda política del país a tratar temas como las reformas obrera y rural. El desempleo, el hambre, la mala calidad de la salud y de la educación hicieron que el electorado reconociera que con Lula es posible otro Brasil. Posible en la medida en que la izquierda tenga claridad acerca de que una elección no es una revolución. Esta es la ruptura de un sistema; aquélla es un cambio de gobierno. Lula no va a implantar el socialismo por decreto. Va a modernizar el capitalismo, aumentando la capacidad productiva del país y reduciendo el desempleo y el hambre. No hará lo deseable, sino lo posible. No inventará la rueda, pero le imprimirá la suficiente velocidad para atenuar la deuda social.
Para este propósito Lula cuenta con el apoyo de una amplia mayoría de la población. Aunque algunos militantes le pidan un discurso ideológico, que sonaría bien en oídos acostumbrados a la música ortodoxa (y asustaría al pueblo), es necesario reconocer que Lula rescató para la izquierda, entre otras, una virtud preciosa ya hace tiempo dejada de lado por los defensores de la nueva sociedad: el buen humor. Sí, porque era casi una marca registrada el militante hosco, ceñudo, incapaz de sonreír, saltar y alegrarse con las cosas buenas de la vida. Aquel militante para quien el futbol era alienación; la religión, opio del pueblo; el carnaval, promiscuidad; el hombre de saco y corbata, burgués; la mujer bien arreglada, superficial. Militante que soñaba con construir un mundo nuevo adoptando comportamientos tópicos de la persona vieja: la ira, la envidia, la sed de venganza, el autoritarismo, la ambición de poder.
La izquierda, que siempre habló de táctica para la conquista del poder, tuvo dificultad de entender su aplicación en un proceso electoral. Como me dice Duda Mendonça: vendo productos a quienes no les gustan. En otras palabras, publicidad es convencer al mercado para que adquiera lo que no conoce o incluso rechaza. Y la oferta debe ser, a los ojos del cliente, una buena oferta. (Para quien no sabe de esto, la publicidad fue inventada por Jesús, al envolver su mensaje con el rótulo de evangelio, palabra griega que significa buena nueva. Los apóstoles y los misioneros son los vendedores del cristianismo.)
La táctica electoral dio en el blanco. Atrajo a elegir a Lula a sectores de la población que antes lo miraban con prejuicios. Amplió el arco de apoyos en la esfera partidaria. (Apoyo no es alianza. Lula no prometió ningún cargo a cualquier partido, ni cedió en su programa de gobierno. No hubo cambalache.)
Lula no hizo una campaña para agradar a los petista (del PT) o a la izquierda. Ni hará un gobierno en ese sentido. Será el presidente de todos los brasileños, coherente con los principios que lo llevaron a fundar el PT y fiel a su programa de gobierno. Priorizará las cuestiones sociales, a las que estará supeditada la economía. Si eso no es ser de izquierda, ¿cómo será?
Habrá quien diga que ser de izquierda es derribar el capitalismo y edificar la sociedad socialista. Estoy de acuerdo con esa tesis, incluso por razones aritméticas: no habrá futuro digno para la humanidad si no se da aquello que reza el sacerdote en la eucaristía: "fruto de la tierra y del trabajo del hombre". Pero ¿cómo poner fin al sistema que sitúa el lucro individual por encima de los derechos colectivos? ¿Mediante revoluciones? Dudo que en la coyuntura actual sean viables. Desde la cubana, hace 43 años, ninguna otra fue posible en América Latina, excepto la sandinista, en Nicaragua, abortada pocos años después.
Quizás el efecto Lula venga a demostrar que mediante la acumulación progresiva de los movimientos sociales es posible conquistar parcelas de poder e introducir nuevos cuadros en la esfera del gobierno. Si eso significa la superación paulatina de las políticas neoliberales y la mejora de la calidad de vida de la mayoría de la población, lo aplaudiré como un gran salto adelante. En caso contrario le daré la razón a Robert Michels, que en 1912, en su clásico Los partidos políticos, defendió esta tesis, hasta ahora confirmada por la historia: todo partido revolucionario que insiste en disputar espacio en la institucionalidad burguesa termina por ser asumido por ella, en vez de transformarla.
La suerte está echada. Y no debemos preguntar qué hará Lula por Brasil. Debemos preguntarnos lo que cada uno de nosotros hará para fortalecer las bases populares de su gobernabilidad.
Traducción: José Luis Burguet