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Latinoamérica

Lula asumió en medio de una fiesta popular con cientos de miles de protagonistas

"Por favor, ayúdenme a gobernar" Los 52 millones de votos de octubre remataron ayer en la asunción del líder del Partido de los Trabajadores Luiz Inácio Lula da Silva como nuevo presidente de Brasil por cuatro años, con la misión plebiscitada de terminar con el hambre y garantizar tres comidas al día. Lula transformó la burocrática Brasilia en el escenario de una gigantesca concentración popular, y dijo que desde ayer la responsabilidad de gobierno no es sólo suya.
El nuevo presidente en el Rolls Royce modelo ‘53, de cuando él tenía ocho años y peleaba para sobrevivir al hambre en Pernambuco.

Por Martín Granovsky

Tomó de la mano a Marisa, su mujer, vestida de rojo y bien arreglada, y contó: "Ustedes que la ven así, tan linda y tan elegante, sepan que con ella perdimos cuatro elecciones, una para gobernador y tres para presidente, y ustedes saben que en Brasil, por la cultura del éxito, al que pierde ni lo llaman por teléfono". También dijo: "Pero no había otra cosa que hacer que continuar la lucha, y aquí estamos". Así empezó el tramo final del discurso de Luiz Inácio Lula da Silva ante el pueblo, ya con la banda presidencial cruzándole el pecho. Antes, frente al Congreso, aún sin la banda, había comenzado con otro principio: "La palabra clave es cambio". La síntesis de ambos momentos será la lucha contra el hambre, base de los cuatro años de mandato de Lula. El nuevo presidente brasileño prometió que la iniciará hoy mismo.
Estaba rara Brasilia ayer. Rara incluso para la transmisión en directo de la Red O Globo, la misma que en 1989, cuando Lula disputó la presidencia con Fernando Collor de Mello, editó el debate final en lugar de mandarlo en vivo para perjudicar al líder del Partido de los Trabajadores. La rareza era el mar de banderas rojas con la estrella de cinco puntas en amarillo o en blanco, pero también la mayor multitud que se recuerde en una asunción presidencial. Gente de la propia Brasilia y del Nordeste, como esa gorda sonriente para la que había valido la pena llegar hasta allí después de más de un día de viaje por tierra porque era como terminar una etapa comenzada hace casi 23 años, cuando el nordestino Lula fundó el PT.
El tipo petiso y retacón estaba hecho con su empleo de tornero en San Pablo y la salvación de la muerte por hambre. Pero ayer a las dos y veinticinco se trepó a un Rolls Royce convertible modelo ‘53, cuando él tenía ocho años, y rodeado de caballos blancos abrió los brazos, o saludó con el izquierdo o el derecho, o juntó las manos como en un rezo, y hasta corrió peligro aceptando el abrazo de un militante con el coche en movimiento.
"Olé, olé, olé, olá/Lulá, Lulá", cantaban los brasileños bajo la lluvia tropical de Brasilia. Y cuando no llovía muchos se tiraban al agua de los lagos que rodean a los palacios oficiales de Brasilia, pensados como espejo de la arquitectura de Oscar Niemayer y no como refresco. "Las patas en la fuente", diría un gorila argentino. Pero Niemeyer, viejo admirador de los Sin Tierra, debe haber aceptado la herejía.
Lula juró a las tres y diez. Prometió mantener "la unión, la integridad y la independencia de Brasil". Nada de Dios en el juramento, aunque después recibiría a una fila interminable de religiosos, desde el presidente de los obispos hasta el último culto evangélico, pasando por el gran rabino de kipá roja y mechón sobre la frente. El presidente del congreso leyó que "Brasil declara asumidos" al presidente y al vice. Impresionante la referencia al país como sujeto. En la misma línea, Lula diría después que uno de sus objetivos es fortalecer la autoestima de los brasileños, pero no al estilo Paulo Coelho sino como una forma de consolidar el espíritu de lucha.
Tras el juramento, todavía sin banda, Lula cantó el himno, que escuchado desde la Argentina sonaba a Mundial de Fútbol.
"¡Viva Lula!", se escuchó entre las paredes tapizadas en rojo del Congreso. Varios respondieron con un "¡Viva!" levantando su puño en alto.
Lula había cambiado el prendedor de su solapa izquierda. Hasta ayer lucía la estrellita del PT. Desde ayer se veía en el mismo lugar la bandera brasileña. Sugerencia de consigna para una visión rudimentaria: "Lula capituló". Sugerencia para una visión más completa de Brasil: prestar atención a su discurso en el Congreso, con tanto contenido programático como alusiones a las herramientas políticas necesarias para cumplir el programa. En los últimos días, el mismo oficialismo que había intentado convertir a Lula en un espectro eligió transformarlo en el símbolo más perfecto de la continuidad de Fernando Henrique Cardoso. Atento a la jugada, Lula advirtió ayer: "El pueblo brasileño me eligió para cambiar". Y para ilustrar la magnitud del cambio aprovechó para convocar a "una movilización nacional contra el hambre", una causa tan importante, dijo, como la creación de Petrobras o la redemocratización del país. Lula utilizó su voz de registro amplio. Con un tono fue diciendo qué cosas había logrado Brasil. Proclamó la abolición de la esclavitud, por ejemplo. Industrializó al país. Y con otro tono, más grave, después de cada frase decía Lula: "Pero no venció al hambre". Su promesa fue, otra vez, que sentirá cumplida la misión de su vida si al cabo de estos cuatro años cada brasileño desayuna, almuerza y cena.
La utopía de las tres comidas diarias se combinó en el discurso con la meta de "una reforma agraria pacífica, organizada y planificada". Reforma significa, en Brasil, cesión de tierras improductivas, fiscales o privadas, para asentar campesinos. Un proceso que ya regía con Cardoso, aunque más lento de lo que reclamaban los Sin Tierra, confiados en que ahora Lula acelerará la ocupación de terrenos. Por cualquier cosa, el nuevo presidente, preocupado por un proceso de reindustralización pero no por el lanzamiento de una cruzada anticapitalista, aclaró que se usarán las tierras ociosas y no las productivas. Otra aclaración fue el compromiso de una gestión "responsable" de las finanzas públicas, el combate a la inflación y el aumento de las exportaciones, base triple de la baja de tasas de interés y el ahorro de divisas con el que Lula planea pasar un mediocre 2003 y llegar al 2004 con chances de renegociar la deuda interna.
Todo, hasta el aumento del empleo, debería ser posible según Lula si se continúa en el tiempo su definición de ayer, según la que fue el día "del reencuentro de Brasil consigo mismo". El día en que quedó consagrado como "el servidor número uno" de su país, tarea que cumplirá correctamente si Dios, al que invocó, le da "un corazón del tamaño de Brasil".
Lula fue concreto al final de su discurso en el Congreso: "¡Viva el pueblo de Brasil!", remató antes de subir otra vez al Rolls para llegar hasta el Planalto, la Casa Rosada de los presidentes brasileños, donde lo esperaban un locuaz Cardoso y otras curiosidades de la Era PT.
El ex guerrillero José Genoino, presidente partidario, explicaba que ya mismo el gobierno comenzará a encarar al reforma de la jubilación.
El ex dirigente estudiantil y actual hombre fuerte del gabinete, José Dirceu, se encargaba tanto de Fidel Castro como del ministro de comercio exterior norteamericano Roberto Zoelick, sintomático enviado de George W. Bush.
Un ramo de flores pasó de una militante a Lula, y de él a un custodio. "¿No peligra la seguridad?", preguntó un periodista a Dirceu. "Hoy no es el día de la seguridad sino de la alegría", fue la respuesta.
A Cardoso se le cayeron los anteojos cuando se quitó la banda presidencial para ponérsela a Lula. Fue Lula quien los levantó y se los dio. La banda le quedó tan desacomodada que después, en la foto oficial con los 28 ministros, una selección superpoblada, tuvo que pedirle que la acomodara al gigantón Ricardo Berzoini. A los 42 años, es su nuevo ministro de Seguridad Social, un puesto desde donde aprovechará sus contactos con el sector financiero obtenidos no como gurú de la City sino como negociador del sindicato bancario.
Desfiló un Gilberto Gil de traje y corbata, propio de un ministro de Cultura en día de juramento y, ay Carmela, sin una cana pese a sus 60 años. Llegó Benedita da Silva, ex gobernadora de Río, ministra negra en un país que discrimina a los negros en todo menos en el carnaval, altísima, ataviada de blanco, parecía un monumento. Lula la saludó especialmente,pero más a Marina Silva, la nueva ministra de Medio Ambiente, una militante que se alfabetizó en la adolescencia.
Fue posible detectar que el nuevo ministro de Defensa es zurdo.
Que al nuevo presidente lo jaqueaba el calor. Fanático de los aparatos de aire acondicionado, usó su pañuelo blanco para enjugarse el sudor a tiempo completo.
Y que Lula no es un caudillo ni un político psicópata de los que se ven por esta región. En su discurso al pueblo, cada vez que habló de sí mismo personalizó lo necesario, sin excederse en el carisma, y siempre insistió en su representatividad. "Nuestra victoria no fue solo por la campaña", dijo. "Antes del PT, muchos compañeros y compañeras murieron luchando por la democracia y la libertad", explicó, y se vio "no como resultado de una elección sino de una historia". Dijo ser apenas "el portador de las ansias de millones de brasileños", y recordó que "no hay sobre la Tierra ningún tipo más optimista que yo hoy mismo".
Su apelación final resultó, también, en sintonía con la práctica constructiva del PT, que mezcla audacia con paciencia: "Cuando no pueda hacer algo les diré que no sé o que no puedo, pero en ningún momento de mi vida les faltaré a la verdad. Por favor, ayúdenme a gobernar, que la responsabilidad no es solo mía"