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Internacional

9 de septiembre de 2003

El día en el que el pensamiento se detuvo

Julio García Espinosa
La Jiribilla

El 11 de septiembre de 2001 se pararon los relojes que rigen el destino de nuestras vidas. Se detuvo el pensamiento. Los Estados Unidos perderían la oportunidad de rescatarlo para siempre.
El 11 de septiembre culminó un proceso que comenzó terminada la Segunda Guerra Mundial. La historia de ese proceso está llena de atajos y de matices, pero no puede aislarse de su núcleo central, es decir, del punto de vista de nosotros, los países que no cuentan.
El fin de la Segunda Guerra Mundial marcó el principio de un mundo que podía ser más pacífico, más civilizado, más humano. La ONU surgió iluminando «las venas abiertas» de nuestras miserias. A pesar del horror que provocaron las bombas de Hiroshima y Nagasaki; a pesar de la inquietante nebulosa de la Guerra Fría; a pesar de las tensiones entre ricos y pobres; a pesar de todo, el pensamiento se llenó de esperanzas.
La Guerra Fría y sus esquemas polarizados no impidieron que el pensamiento avanzara más allá de realidades todavía anacrónicas. Las fuerzas del pensamiento liberador hacían posible el debate en términos contemporáneos. Nosotros, por nuestra parte, no queríamos otra cosa que un lugar con voz propia en el concierto de las Naciones.
El pensamiento se movía, por lo tanto, entre las tensiones de la Guerra Fría y la relación de estas con las tensiones de los países pobres. Es decir, el pensamiento se desarrollaba, en lo esencial, tomando como punto de partida la vida desigual del Planeta.
Mientras tanto las imágenes de un país de prematuras transnacionales empezaban a llenar nuestras vidas. Antes, en los años treinta y cuarenta, por circunstancias tan explicables como inesperadas, América Latina había logrado cinematografías estables que daban fe de nuestra existencia. La imagen del poderoso país nos desplazaba y también frenaba la expansión del otrora importante cine europeo. Al pensamiento se le apagaban luces ante la hegemonía de una sola y persistente imagen. A nosotros, se nos remitía hacia un futuro sin imagen, imposibilitados de protagonizar nuestra propia mirada
A pesar de todo el pensamiento no cesa en su dinámica. Tenso, contradictorio, múltiple, como la vida, tensa, contradictoria, múltiple. El equilibrio entre los dos proyectos sociales, capitalista y socialista, se mantenía, en precario, pero se mantenía. Se reanimaban las esperanzas de cerrar definitivamente el ciclo colonial. Nuevas cinematografías daban pasos hacia el futuro. Un mundo mejor se vislumbraba. Pensamiento, vida e imagen parecían caminar en una misma dirección.
La explosión de los años sesenta fue la consecuencia lógica no de una acumulación capitalista, sino de una acumulación del pensamiento avanzado. Las primeras clarinadas lo fueron el desplome del colonialismo, la cruenta lucha por la independencia en Vietnam y el irreversible triunfo de la Revolución cubana. Se oían campanas que venían tanto del Norte como del Sur. Los estudiantes se volvían antiescolásticos y daban tres pasos hacia la vida. Las minorías de todos los malos tiempos se rebelaban orgullosas y dignas. Se renovaban las ideas, se enriquecían las artes, se transformaban las costumbres. Se mezclaban las voces, se acercaban las culturas, se enriquecían las identidades. Se echaban a un lado los falsos nacionalismos y se abría el camino hacia una humanidad sin límites. En el cine había surgido el Neorrealismo italiano que ahora florecía por todas partes con su fuerza renovadora. La diversidad inundó nuestras vidas haciéndonos más adultos y más solidarios. Los años sesenta demostraban que vanguardia artística y vanguardia política, cuando van de la mano, la cultura alcanza sus cotas más altas. Aún más, que el pensamiento lograba rangos más notables cuando este se entrelazaba con las esperanzas de un mundo abandonado.
La resaca no se hizo esperar. Se reprimieron las manifestaciones, se asesinaron los sueños, se clausuraron periódicos, se prohibieron libros, se fomentaron dictaduras y escuadrones de la muerte, se cerraron los caminos. El acoso a la Revolución cubana se hizo implacable. Había que enviar un claro mensaje: no se permitiría el cierre completo del ciclo colonial. La industria del entretenimiento, con el cine como su niña bonita, se desbordó; Hollywood llegó a desplazar al cine europeo imponiendo definitivamente la imagen del American Way of Life. Las vacas satisfechas chapotearon alegres en la televisión basura, en las revistas del Corazón, en los cantantes de moda, en las turbias aguas de la mediocridad. Desde entonces la idiotización de la sociedad no ha dejado de prosperar.
Obviamente, los años sesenta fueron demonizados. Resultaron ser años para los nostálgicos, para pensadores ridículos y desfasados. La perversión de las palabras inició su entrada triunfal. Frente a tanta barbarie fueron inevitables los enfrentamientos armados. Fueron años grises para el pensamiento. No obstante, de nuestras filas surgieron figuras como Lumumba, como el Che, que quedarían para siempre en la memoria de nuestros pueblos.
Pero el pensamiento no vive solo de lo que se escribe, sino también de lo que corre por las calles pobladas o desoladas. La guerra de Vietnam terminó. El valor y la tenacidad de los vietnamitas y el apoyo del pueblo norteamericano, lo hicieron posible. El sur de África se liberó con la contribución de Cuba que no cesó de apostar por un mundo completamente descolonizado. Surgió un nuevo aire, aunque un aire todavía contaminado. Caricaturas de democracia desplazaron a las viejas dictaduras. Las nuevas democracias se llenaron de viejos contenidos. Tenían la misión de lograr por las buenas lo que las dictaduras no lograron por las malas. A los colonizados se les llama ahora «en vías de desarrollo».
En tales circunstancias el pensamiento comenzó a dispersarse. Dio tumbos entre democracia y dictadura cuando la verdadera contradicción estaba en un mundo que se resistía a perpetuar la condición de colonizado. El pensamiento parecía no tener en cuenta que comenzaba a echar raíces una guerra no declarada contra los desconocidos de siempre. Los nuevos cineastas que habían surgido al calor de los 60 unieron su vida y su oficio a las luchas por la liberación. No pocos de ellos fueron torturados y asesinados. En Montreal, en 1974, se dieron Los Encuentros Internacionales por un Nuevo Cine. A este Encuentro le siguieron otros en Estocolmo, Nueva York, Lisboa, Rennes, Argelia, Buenos Aires, La Habana. Todos expresaban la necesidad de un Nuevo Cine, un cine que expresara nuestro derecho a existir y enriqueciera nuestra identidad. Los dueños de la información, como reverso de la medalla, se esmeraron en desactivar todo pensamiento que favoreciera la impostergable liberación de nuestros pueblos.
La caída del muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética y demás países de la Europa del Este, fueron alegría de muchos. Pero los que triunfaban eran los que nos mantenían congelados en la condición de «países en vía de desarrollo». Veíamos con alguna esperanza que desapareciera el pretexto de acusarnos de satélites de la URSS. Aunque la vida demostraba que los poderosos no precisan de pretextos. En nuestra memoria permanecen frescos los casos de Arbenz en Guatemala y de Allende en Chile. Ahora, lejos de abrirse un largo camino hacia la paz, vemos con cierto estupor que, en el Norte, la carrera armamentista aumenta y que otros fantasmas comienzan a rondar nuestras vidas. La política de los Derechos Humanos pretende la ilusión de poder ser aplicada a todos. Ningún grande la ha padecido, solo los que no acaban de entrar en sus haberes.
El pensamiento de izquierda se fragmentó mientras el mundo se polarizaba en una sola dirección. Ante una realidad tan desproporcionada, el pensamiento comenzó a alejarse de su núcleo central, o sea, el de entrelazarse con nuestras vidas excluidas.
El desmantelamiento del poder del Estado a favor del poder de los privados incrementó las confusiones de un pensamiento harto de gobiernos corruptos, incapaces y sumisos al poder imperial. Desde los años setenta, los grandes siempre repetían que el crecimiento y la estabilidad de sus economías ayudarían a la prosperidad de los países en vías de desarrollo. Los años noventa demostraron lo contrario. La distancia entre países ricos y países pobres no cesó de aumentar.
Según un Informe de las Naciones Unidas, las 358 personas que poseían al menos mil millones de dólares de renta, era equivalente a las rentas de 2 300 millones de personas de los países pobres. ¿Cómo seguir defendiendo la política del libre cambio? ¿O el proteccionismo que había servido para los desarrollados de hoy no servía para los subdesarrollados de siempre? Lo nuevo ahora era lo viejo, y lo viejo, lo nuevo.
«El comercio libre» y «el mercado libre», nos crean la ilusión de alcanzar el paraíso terrenal mientras el único paraíso que vemos es el de los paraísos fiscales. La perversión de las palabras llega a extremos en verdad insospechados. Sin rubor alguno se habla de «comunidad internacional», de «opinión mundial», de «libertad de prensa». Y también, a extremos como el travestismo, a llamar disidentes a quienes apoyan sin fisura al poder imperial. La democracia y la libertad son vaciadas de todo contenido real. El nuevo liberalismo no resultaba ni liberal ni nuevo. La democracia como el menos malo de los sistemas no acababa de convencer.
El 11 de septiembre de 2001 el mundo contuvo la respiración. Tan abominable acto terrorista nos sumergió a todos en la incertidumbre. ¿La respuesta sería la del «ojo por ojo» o la de reclamar para siempre una nueva vida? El espíritu de vendetta se respira más que el de justicia. Se habla de una guerra a los terroristas. Pero notorios terroristas quedan fuera del juego. De hecho, los terroristas son divididos en buenos y malos. Todos los países señalados como malos pertenecen al mundo nuestro. El miedo, la inseguridad, son aprovechados para lograr que los propios estadounidenses apoyen una cruzada contra nuestras vidas. La fuerza se impone sobre las razones. La ONU es desconocida, se desploman las normas de la convivencia civilizada. No fue el fin de la historia, la historia dio un paso atrás. El pensamiento se detuvo y quedó a la deriva.
El primer disparo fue contra Afganistán. En busca de un hombre. El hombre nunca apareció pero se destruyó todo un país.
El segundo disparo fue contra Iraq. También en busca de un hombre. Pero tampoco apareció y también se destruyó un país.
No fueron suficientes las manifestaciones planetarias para detener la barbarie. El poder mediático se encargó de neutralizar a las almas buenas. Sin pudor alguno se borraron las fronteras entre víctimas y victimarios.
¿Qué pasó con las armas de destrucción masiva? «No sabemos lo que ocurrió con ellas», declaró el señor Runsfeld. ¿Entonces tantas muertes y mutilaciones eran simplemente por el petróleo? ¿Era de esperar que la Corte Penal Internacional se pronunciara? La guerra, antaño no declarada, ahora se convierte en guerra declarada. La lucha por la independencia, consagrada por todos los tiempos, ahora se confunde con las acciones de los terroristas. Volvemos al pasado, a la flecha y al arcabuz, a las palabras vencidas. Palabras como neocolonialismo, protectorado, países en vía de desarrollo, resultan rebobinadas. Hay que retrotraerse al tiempo y volver a hablar de colonialismo a secas. El país más poderoso declara su derecho a invadir cualquier país del mundo sin encomendarse a Dios ni al Diablo y mucho menos a la ONU. Ya Israel lo venía haciendo impunemente con Palestina para vergüenza del mundo. Pero ahora no existe más la autoridad de la ONU ni existe ninguna ley internacional capaz de parar el golpe colonial del todopoderoso. ¿Y los Medios? ¿Y los intelectuales? Continuarán pintando de bárbaros solo a los que, desde siempre, han sufrido los dardos del infortunio. Los eufemismos se agotan. El colonizador de antaño nos ha dado su idioma. El de hoy nos quita la imagen. La pesadilla para el pensamiento contemporáneo es su impotencia para hablar claro y su turbación para mirar de frente. ¿Quién desmiente las mentiras del todopoderoso? ¿Quién se enfrenta a la farsa de las ayudas humanitarias? ¿Quién se atreve contra las bravuconadas fascistas, contra las guerras preventivas, contra la división del mundo en buenos y malos? ¿La fuerza militar, el control de los Medios, la globalizada industria del entretenimiento, es suficiente para paralizar el pensamiento? ¿Es tan bueno un mundo que la única pasión que ha despertado es la del dinero?
El Planeta, en estos momentos, es ilegal. Su ilegalidad es insostenible. Hacer de nuevo legal al Planeta es obligación de todos. Nada ni nadie se salva viviendo en un mundo donde la gran mayoría sufre la pobreza. Volver a situar en el centro del pensamiento universal el anacronismo colonial será la única manera de reactivar otra vez el pensamiento, de salir de una vez por todas del medioevo.
Desde la Antigua Grecia se ha vivido con la esperanza de que la democracia acabara de ser un bien para todos. Pasan los siglos y no pasa nada. Cada migaja de democracia real les cuesta a los pueblos muertes y mutilaciones. Ya no se trata de salvar a un país, se trata de salvarnos todos. La actual administración norteamericana ha colocado al mundo en su fase terminal. El mensaje es claro: o hay dictadura planetaria para todos o no hay paz ni tranquilidad para nadie. Pero las tres cuartas partes del Planeta reclaman: o hay democracia para todos o no habrá paz ni tranquilidad para nadie. No es posible que la época que dio origen al cine sea la misma que ahora pretende mantener oscuras nuestras salas.