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Internacional

18 de enero del 2003

Crisis capitalista y doctrina nuclear

Heinz Dieterich Steffan

Incapaz de solucionar los grandes problemas de la humanidad de manera constructiva, por via de las fuerzas productivas, el capitalismo dominante ha decidido hacerlo por vía de la máxima violencia destructiva posible: la nuclear. La adaptación tecnológica de esas armas para su uso convencional, la adecuación de su doctrina nuclear y la nueva metafísica sobre el terrorismo internacional que emana de los oráculos washingtonianos, sirven a tal fin.
El primer uso de armas nucleares en la historia de la humanidad y, hasta el día de hoy el único, fue llevado a cabo por Estados Unidos contra la población civil de las ciudades japonesas Hiroshima y Nagasaki. No había razón militar para esos ataques de agosto de 1945, porque los mismos generales de la fuerza aérea estadounidense habían advertido al presidente Harry S. Truman que los bombardeos convencionales obligarían a Japón a capitular dentro de pocas semanas. Existía, sin embargo, un fuerte motivo político para cometer este crimen de guerra. Era preciso demostrarle al líder soviético Josef Stalin que en esta fase constitutiva del Nuevo Orden Mundial de postguerra, Washington mantenía una abrumadora superioridad militar y que, por lo tanto, la URSS mejor no cuestionara su política imperial.
"Contener" a la Unión Soviética era bueno, pero aniquilarla era mejor. Fue por eso, que Washington centraba la segunda fase de su política militar en la preparación de un ataque nuclear preventivo contra la URSS que iba a efectuarse a mediados de los años cincuenta. Sin embargo, el desarrollo de la bomba atómica soviética en 1949 y de la bomba de hidrógeno, en 1953, hacía el proyecto de un golpe nuclear de sorpresa (first strike) demasiado peligroso para los agresores.
Imposibilitado el ataque, Washington se vio obligado a redefinir la doctrina hacia una postura defensiva: armas nucleares iban a utilizarse exclusivamente frente a una agresión nuclear. Sin embargo, la realidad era otra. En más de 18 ocasiones, Estados Unidos amenazó a otros países ---todos del Tercer Mundo, entre ellos China, Vietnam y Líbano--- con la aniquilación nuclear.
Ese status quo de la "guerra fría" terminó en 1995, cuando las Fuerzas Armadas y el Departamento de Defensa en Washington, bajo el gobierno de William Clinton, rediseñaron la estrategia militar para la nueva sociedad global. La estrategia del Blitzkrieg de Hitler, que había sido la guía doctrinaria de las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), bajo el concepto de Air Land Battle 2000, fue sustituida por la nueva doctrina de Global Reach, elaborada por la Fuerza Aérea y puesta en práctica por primera vez, en Yugoslavia y Afganistán.
El Pentágono, a su vez, redefinió la estrategia nuclear en un documento conocido como la "Nuclear Posture Review" (NPR) que consideraba que no sólo un ataque nuclear, sino también todo intento de otro Estado de ponerse a la par del nivel armamentista estadounidense, justificaría un ataque nuclear de Washington. Fue dentro de este contexto que Clinton amenazó públicamente a Corea del Norte, de "barrerlo de la faz de la tierra".
Bajo George W. Bush, la doctrina militar estadounidense evolucionó hacia la proclamación abierta de la voluntad imperial de aniquilar "preventivamente" a cualquiera que perturbara la gran obra civilizadora del capitalismo tardío: la conversión de la aldea global en un gigantesco "pueblo de indios" al servicio y a la merced de los nuevos encomenderos transnacionales.
Apenas proclamado el "derecho" de Washington a la guerra preventiva, Bush lo amplió hacia la guerra nuclear preventiva contra potencias nucleares, después contra todo ataque que incluyera armas químicas o biológicas y, finalmente, contra cualquier Estado o "ente terrorista", aunque tuviera solo armas convencionales.
El regreso fáctico y doctrinal a la extraordinaria brutalidad que siempre ha caracterizado al capitalismo, va acompañado de una cortina de humo ideológica que pretende impedir la concientización de los sujetos sobre la crisis terminal del capitalismo: a) en cuanto a sistema de producción moderno estrepitosamente fallido y, b) en cuanto a superestructura parlamentaria- montesquieuiana obsoleta y disfuncional, como forma de convivencia democrática moderna.
La primitiva propaganda culturalista del apologista de la matanza estadounidense en Vietnam, el profesor Samuel Huntington, contra "el Islam" y China, quién desenterró el viejo patrón propagandístico étno-chovinista de la guerra fría, de Karl Wittfogel; el vulgarpositivismo subjetivista del Empire de Hardt y Negri que no es más que un reciclaje proimperialista de las quimeras del "operaismo" italiano; los fantasmas de un postmodernismo post mortem, revitalizados por John Holloway; las confusas elucubraciones del "futurólogo" neoliberal Drucker sobre el postcapitalismo; las trivialidades con acento francés que derraman el "deconstructivista" Jaques Derrida y sus cohortes, y así, ad nauseam, todos esos constructos de los "Raelianos" intelectuales forman parte de la metafísica del sistema en su fase de crisis estructural-fascistoide.
Lo mismo vale, por supuesto, para la charada que la tragicómica pareja Bush y Blair escenifican sobre las armas ilegales de destrucción masiva en Medio Oriente que sus inspectores están buscando en Irak. Si quieren encontrar armas de destrucción masiva en Medio Oriente, no necesitan hacer más que ir a Israel, que ---patrocinado por Francia, Estados Unidos y la Africa del Sur del apartheid--- se ha convertido en un depósito masivo de armas nucleares, biológicas y químicas, sin que, desde hace medio siglo, los amigos sionistas y laboristas de Occidente hayan sido molestados por los diligentes inspectores del Estado global.
Nada de esto es nuevo ni sorprendente, porque toda realidad física genera su propia metafísica y, con más razón, por supuesto, la "física" social. Tampoco sorprende que la desesperada estrategia destructiva y fascistoide de la elite del G-8 sea incapaz de solucionar los problemas que pretende resolver y que el mismo sistema reproduce constantemente.
Durante la Primera y Segunda Guerra Mundial, la ocupación militar de los Estados enemigos o competidores era el objetivo y fin de las rivalidades intraimperialistas. Hoy, cada Estado nacional del Tercer Mundo que es destruido por las armas o la economía de expoliación imperiales, agrega una nueva "zona gris" a las ya enormes regiones de ingobernabilidad, semianarquía y miseria dantesca de la sociedad global, que son incubadoras de movimientos de resistencia, caracterizados por una creciente regresión hacia arcaísmos ideológicos de tipo religioso, nacional-chovinistas o étno-chovinistas, en marcada diferencia cualitativa con los movimientos de liberación nacional de los años cincuenta.
Después de la "liberación" estadounidense-británica de Afganistán, por ejemplo, el país ha vuelto a ser un emporio de producción y exportación de heroína; el bandolerismo es rampante; la reconstrucción económica brilla por su ausencia, porque la prometida ayuda occidental nunca llegó; el régimen títere de Karzai sólo tiene presencia en dos o tres ciudades; las provincias están bajo el férreo control de las tiranías de los warlords y la resistencia del integrismo islámico recrudece.
Israel es otro ejemplo al respecto. Pese a ser la cuarta o quinta potencia militar del mundo y utilizar todo el arsenal del terrorismo de Estado, no ha podido romper la resistencia de unos cuantos millones de empobrecidos palestinos, transformando a la región entera en una zona de horror. Asia Central es parte del mismo patrón, cuya lectura inequívoca es que la receta imperial de pacificación y dominación global del pasado (desde 1492), no sirve ante el agotamiento definitivo de tres variables centrales del sistema global: a) el fin del modo de producción capitalista, b) el agotamiento del sistema político del Estado burgués y, c) los limites de los recursos demográficos y económicos de Occidente.
Las contradicciones inherentes al sistema capitalista-burgués no pueden ser superadas por la creación de un Estado de excepción global y la voluntad destructiva nuclear de la elite del G-8, sino sólo por una nueva institucionalidad y un nuevo sujeto político postcapitalista: la economía de equivalencias y la democracia participativa de las mayorías.