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La vieja Europa

 

16 de septiembre del 2003

Nada es como antes

Carlos Taibo
El País
Si dejamos de lado el mundo de la política convencional -tarea no precisamente sencilla en estas horas-, muchas son las señales que sugieren que nos hallamos ante un cambio de ciclo cuyo protagonista principal son redes que, orgullosamente en pie, parecen llamadas a esquivar el reflujo derivado del aparente final de una guerra macabra y del fiasco que a la postre han deparado las elecciones de mayo. Sin alharacas, los movimientos de contestación han seguido madurando -acaso antes en virtud de una inercia inexorable que de resultas de facultades que, aun así, no faltan-, con frutos que saltan a la vista.

Urge trazar un balance general de lo que al cabo ha sido, entre nosotros, la inmersión de las redes antiglobalización en un poderoso movimiento contra la guerra, y hacerlo con la atención volcada antes en los 'activistas' que en los 'manifestantes'. Semejante balance debe cobrar cuerpo, por añadidura, en un escenario distinto de aquel que han visitado quienes sólo estaban interesados en calibrar las imaginables secuelas electorales de la guerra en Irak. Ello tiene que ser así pese a que, no sin paradoja, el desapego que muchos activistas han mostrado con respecto a esas secuelas parece haber perfilado, de su lado, una actitud inequívocamente lúcida en lo que atañe a eventuales y, por lo que se ve, injustificados triunfalismos.

Pero vayamos a lo nuestro, a ese balance que anunciábamos, y atrevámonos a adelantar que los movimientos han exhibido, por encima de todo, un saludabilísimo atributo: en su seno se ha revelado un grado extremo de descentralización, con un protagonismo inédito de grupos locales que han funcionado sin directriz alguna. Tal condición ha venido a confirmar que el futuro de las redes no se mide en Porto Alegre, sino, antes bien, en el teatro que nos es más próximo, detrás de un telón en el que han despuntado, por añadidura, iniciativas extremadamente plurales -en su articulación participan, por cierto, gentes que se vinculan con varias generaciones- y, para qué negarlo, controversias más o menos agudas. La dispersión que lo ha impregnado casi todo no ha acertado a impedir, sin embargo, que aflorase un cristalino, y de nuevo inédito, sentimiento de comunidad entre gentes, grupos y lugares muy distintos.

El hueco que han conseguido abrir las iniciativas que nos ocupan algo le ha debido, con todo, a la dimensión de espectáculo que aquéllas han mostrado tan a menudo. Bien es cierto que a más de uno esa dimensión ha acabado por atragantársele, por lo que habría tenido de ascendiente pernicioso sobre unos movimientos que, eficaces en la contestación y portadores, pese a las admoniciones que reciben, de un sinfín de propuestas, poco han avanzado cuando ha llegado el momento de concretar en hechos sus querencias. Apenas se ha progresado, por citar un ejemplo, en lo que respecta a campañas como la que reclamaba un franco rechazo de los productos estadounidenses.

Otro rasgo distintivo de las redes parece haberlo sido el firme designio de hablar claro. De otro modo hubiese sido impensable, sin ir más lejos, que muchas de las manifestaciones convocadas se encabezasen -sin que se hayan aducido mayores desafueros manipulatorios- con lemas tan suaves como el que invitaba a repudiar por igual el capitalismo global y la guerra. A este designio de no rebajar un ápice la radicalidad de muchas tomas de posición era inevitable que le siguiera el fortalecimiento de una actitud, entre cautelosa y escéptica, ante la condición de algunos de los recién recuperados, y no hablamos de los más jóvenes, para la tarea de la contestación.

Hay quien agrega que se ha ido extendiendo un incipiente recelo en lo que se refiere a la conducta de políticos profesionales, líderes autonominados y santones intelectuales. Los sarpullidos que algunos de ellos han acabado por provocar son a la vez la causa y el efecto de percepciones no siempre amistosas en lo que se refiere a partidos -a menudo dramáticamente integrados, según esta visión, en la lógica del sistema-, sindicatos -lejos casi siempre de su combatividad de antaño- y ONG -entregadas a la tarea de autopreservarse y paradójicamente dependientes, las más de las veces, del erario público-. Aun siendo cierto que muchos de los activistas que ahora nos interesan son militantes o socios de instancias como las recién mencionadas, permanece en pie un interrogante: ¿para qué crear organizaciones de tipo nuevo si disponemos de partidos, sindicatos y ONG? La respuesta, fácil de hilvanar en los tiempos que corren, señala que a los ojos de bastantes, y digámoslo con contundencia desmedida, ha pasado ya el tiempo de esas estructuras, o al menos el de lo que comúnmente se entiende por tales.

Pese al desánimo prematuro que ha inundado a algunos, nada invita a concluir, por lo demás, que los movimientos carecen de futuro. Aun cuando la ira de Bush no acabe por alcanzar a Siria, Irán, Cuba o Corea del Norte, a aquéllos no les faltan, aquí y ahora, tareas: conflictos e injusticias jalonan el planeta entero y obligan a preguntarse por qué la agresión norteamericana contra Irak ha suscitado una contestación que no han merecido, desde tiempo atrás, otras muchas perversiones del desorden contemporáneo. Aunque responder a esa pregunta es relativamente sencillo, hora parece de que se asuma, sin más, la necesidad imperiosa de encarar los deberes que se dejaron para mejor momento.

Otros retos se dibujan en el panorama inmediato. El primero pasa por fortalecer la conciencia de que los movimientos en modo alguno están libres de incurrir en los vicios que han impregnado, por ejemplo, a tantas ONG; no vaya a ser que dentro de dos o tres lustros se hayan convertido en la guinda legitimadora de la globalización en curso. El segundo reivindica un decidido fortalecimiento de la dimensión libertaria que rezuman muchas redes cuyos activistas han tenido la oportunidad de comprobar personalmente cuáles son las secuelas de un universo dominado por jerarquías, profesionales y liberados. El tercero apunta la conveniencia de pelear para que las disputas en lo relativo al referente político que corresponde a los movimientos no anulen el quehacer cotidiano de éstos. El cuarto aconseja sortear con inteligencia los efectos de una triple pulsión -de demonización, de amedrentamiento de la ciudadanía y, en su caso, de represión- con la que muchos gobernantes obsequian a redes que, con toda evidencia, se les escapan de las manos. Agreguemos, en fin, como un último reclamo que los movimientos precisan de un lenguaje que, comprensible para el común de las gentes, permita socavar el terreno de atávicos espasmos aislacionistas.

Las iniciativas en las que han confluido los grupos hostiles a la globalización neoliberal y las redes entregadas a la contestación de las guerras por aquélla azuzadas muestran, con todo, tres virtudes nada desdeñables. Si por un lado aportan una perspectiva creíble de resistencia global -frente a las oposiciones parcializadas que abrazaron muchos de los movimientos antecesores-, por el otro en modo alguno postulan, pese a las apariencias, una operación de borrón y cuenta nueva que venga a concluir que nada de lo heredado merece la pena. Más allá de lo anterior nos encontramos, acaso por vez primera en la historia, con una vorágine de protestas en la que se dan cita, con saludable protagonismo de las primeras, gentes del Sur y gentes del Norte. Esta última circunstancia se antoja un apreciable estímulo para que entre nosotros vayan recuperando la voz quienes sienten la más viva repugnancia cuando el presidente Aznar, con formidable desparpajo, señala que su propósito es consolidar al país que encabeza en el club de los países más ricos.

* Carlos Taibo es Profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid