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La vieja Europa

Hace diez años
Golpe de Estado en Moscú

Higinio Polo
Rebelión
Hace ahora diez años, el 21 de septiembre de 1993, el presidente ruso Yeltsin, que había sido elegido en 1991 y cuyo mandato terminaba en 1996, disolvía el poder legislativo y judicial y asumía dictatorialmente todos los poderes del Estado. Pese a la deliberada confusión con que los hechos fueron presentados por la prensa internacional, su acción no era distinta de la realizada por Hitler en los años treinta: en 1993, Yeltsin protagoniza un sangriento golpe de Estado que inaugura la vía golpista hacia el capitalismo en Rusia. En esos días, los aliados de Yeltsin son los nuevos liberales rusos, enriquecidos con el expolio de la propiedad pública soviética, las cancillerías occidentales, con Washington en primer término, y los generales rusos traidores y los soldados comprados con el dinero sucio del latrocinio: ellos son los encargados de terminar con la resistencia al golpe de Estado. El proclamado amor a la libertad y a la democracia que Occidente enarbolaba es sacrificado ante la ferocidad golpista: ningún país capitalista protestará por las matanzas, ninguno acusará a Yeltsin, ninguno preguntará por el bombardeo del Parlamento -gravísima acción que no se había producido en Europa, al menos, desde el final de la Segunda Guerra Mundial-, y nadie amenazará con sanciones o represalias, aunque el nacimiento de la nueva Rusia capitalista esté plagado de crímenes y mentiras.

El golpe de Estado es el segundo acto del drama con que la coalición liberal representada por el grotesco borracho Yeltsin acaba con el socialismo soviético: el primero había sido la ilegal disolución de la URSS, decidida en 1991 por tres presidentes conspiradores -Yeltsin, Kravchuk y Shuskievich- y sancionada por el presidente norteamericano Bush, con quienes estaban en contacto los tres confabulados. Dueño del poder, desde 1992, Yeltsin había impulsado con el ministro Gaidar la terapia de choque para liquidar la economía socialista, y, todavía sin declararlo abiertamente, para instaurar el capitalismo en el país. Sin detenerse ante nada, inmune al sufrimiento de la población, la delirante política de su gobierno, que recibe apoyo y asesoramiento norteamericano, destruye la industria soviética y entrega la propiedad pública a sus allegados y a los nuevos tiburones financieros que medran en el desastre creado por la reforma, mientras vende al mundo la fantasía para devotos de que sus objetivos son la consolidación democrática y la defensa de la libertad.

Así, el desmembramiento de la URSS, uno de los objetivos de la política de Washington, es presentado a la población rusa como una consecuencia de la reforma, imprescindible para aumentar el nivel de vida de los ciudadanos: Rusia sólo prosperaría, afirmaban, si acababa con la unión con las otras repúblicas soviéticas que nada le había aportado. La increíble incompetencia y mala fe del equipo de Yeltsin y de los asesores norteamericanos y del Fondo Monetario Internacional, hicieron el resto: el hundimiento de la producción, el desmantelamiento industrial, el robo de los ahorros de la población en oscuras operaciones de "inversión", la privatización y destrucción de los servicios públicos de la sanidad y la enseñanza, el abandono de los jubilados, el hambre y la marginación, llevaron a la muerte a decenas y decenas de miles de personas, en un proceso cuyas desastrosas dimensiones aún están en gran parte por estudiar y que sigue afectando negativamente a la vida de centenares de millones de personas.

Sin embargo, en 1992 y 1993, esa política de los nuevos liberales rusos agrupados en torno a Yeltsin y confiados en el apoyo de Washington, suscitaba resistencias: así, desde el Partido Comunista, que se reorganiza con muchas dificultades, hasta otras formaciones de izquierda, pasando por sectores nacionalistas, quienes impugnan el rumbo de las reformas y la delirante terapia de choque, confluyen a lo largo de 1993 en las protestas que amplifican socialmente los debates del Parlamento ruso. Los desastrosos resultados de la política del gobierno ruso son tan evidentes que incluso antiguos aliados de Yeltsin, como Aleksandr Rutskoi, vicepresidente de Rusia, y Ruslán Jasbulatov, presidente del Parlamento, pasan a las filas de la oposición.

En ese marco, a lo largo del verano de 1993, algunos notorios asesores de Yeltsin especulan con la posibilidad de dar un golpe de fuerza, y hasta proclaman su admiración por la figura del general chileno Pinochet. Yeltsin, hastiado de la oposición que encuentra su política y dispuesto a acabar con las protestas callejeras y parlamentarias, hace entrar en el gobierno, de nuevo, al padre de la desastrosa terapia de choque, Gaidar, cinco días antes de protagonizar el golpe de Estado del 21 de septiembre de 1993. No era casual. Ante el Parlamento, Gaidar proclama su intención de aplicar una dura política de estabilización financiera y de acabar con la oposición a la reforma liberal. El mayoritario rechazo que las palabras de Gaidar suscitan en la cámara, el temor a que crezca la protesta en las calles, junto con las cada vez más importantes iniciativas de reunificación que aparecen en las distintas repúblicas que habían surgido en el antiguo territorio soviético, separadas desde hacía menos de dos años, y la convicción de que los intereses norteamericanos -explícitamente defendidos por sus diplomáticos en la propia capital rusa- apuestan por la definitiva ruptura del antiguo espacio soviético, convencen a Yeltsin de que es necesario dar un golpe de fuerza, persuadido de que será acogido con comprensión en Washington y en Londres, en París y en Berlín.

El 21 de septiembre, Yeltsin disuelve el poder legislativo y el poder judicial. Como no podía ser menos, el Tribunal Constitucional ruso proclama que el golpe de Estado es ilegal, y muchos diputados empiezan a concentrarse en el Parlamento para oponerse a su disolución. Tres días después, el Parlamento es rodeado por diez mil soldados del Ministerio del Interior, y empieza una resistencia desesperada: los diputados permanecen sin electricidad, sin agua, sin alimentos. En un bloque sin fisuras, los medios de comunicación rusos, en poder de Yeltsin, y la prensa internacional, presentan a quienes resisten como un sindicato de comunistas y fascistas, que pretenden acabar con la libertad en Rusia, y, para demostrarlo, muestran al mundo a unas decenas de nazis que saludan brazo en alto en los aledaños del Parlamento, y que, en la confusión y la tensión de aquellas horas y cometiendo un grueso error de cálculo, son tolerados por quienes resisten en el interior. Aquellos nazis de la oscura Unidad Nacional Rusa, dirigidos por Alexandr Barkashov, eran, como se sabría años después, los títeres de una calculada provocación: Barkashov estaba relacionado con el banquero Gusinski y con el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, ambos aliados de Yeltsin y beneficiarios del robo de la propiedad pública. Aquellos nazis que tan útiles fueron para desprestigiar la resistencia al golpe de Estado de Yeltsin, cobraron sus servicios trabajando después en el servicio de seguridad del presidente ruso. Cuando empezó la matanza, desaparecieron. De esa forma, quienes protagonizan el golpe de Estado son convertidos por la prensa internacional en la garantía de la libertad en Rusia, y quienes resisten al atropello son tildados de liberticidas.

Mientras una parte de los diputados continúa resistiendo en el interior del Parlamento, y Yeltsin estudia los pasos a dar, las protestas callejeras proliferan: el 2 de octubre la expeditiva actuación de la policía causa decenas de heridos entre los manifestantes contrarios a Yeltsin, y, al día siguiente, decenas de miles de personas rompen el cerco levantado por las tropas de Yeltsin ante el Parlamento. Las banderas rojas aparecen en las precarias barricadas y, de nuevo, se oye en las calles de Moscú el grito de "ĄTodo el poder a los soviets!", y la protesta contra el golpe lleva a decenas de miles de personas ante la televisión estatal, que lleva varios días manipulando la información que ofrece a la población. Allí, los manifestantes son recibidos a tiros y Yeltsin, ante el sesgo que toman los acontecimientos, decide sacar los tanques, aunque dispone también que esté preparado un helicóptero para asegurar su huida, si sus propósitos se tuercen. La matanza se ha iniciado: ese mismo día se cuentan cincuenta muertos entre los manifestantes que habían ido a protestar ante la televisión, y aunque decenas de miles de manifestantes toman las calles de Moscú lo cierto es que no podrán impedir el triunfo del golpe de Estado.

Yeltsin, con ferocidad, proclama la necesidad de "barrer la basura bolchevique", al tiempo que la prensa internacional, con el silencio cómplice de los gobiernos occidentales, hace creer a la opinión pública mundial que el golpe de Estado yeltsinista no es tal: los periódicos europeos y norteamericanos llegan a afirmar que los manifestantes de las calles de Moscú están poniendo en marcha un golpe de Estado comunista, y hablan del supuesto "temor a la vuelta del comunismo", sin olvidar resaltar la presencia de nazis entre los resistentes del Parlamento. De esa forma, pueden afirmar que los demócratas -es decir, los golpistas de Yeltsin- están librando un combate a muerte contra sus viejos enemigos, comunistas y nazis. Los vendedores de mentiras cierran el círculo del engaño, y el diario español El País, por ejemplo, en un alarde de deshonestidad informativa, habla en un editorial de "rebelión nacional-comunista", en un interesado lenguaje que hermana así a quienes protestan en Moscú con el nacional- socialismo alemán, aunque el periódico dispone de información fidedigna de lo que realmente está ocurriendo en la capital rusa.

Con los cadáveres de tantos manifestantes todavía calientes, Yeltsin consulta a Clinton el asalto a la sede parlamentaria rusa, y ordena el acoso final: el 4 de octubre empieza el bombardeo del Parlamento, que dejará horrorizado al mundo. Los tanques y blindados disparan contra el gran edificio donde intentan resistir los diputados y una gran humareda se eleva sobre toda la ciudad. Treinta mil soldados son movilizados, mientras Yeltsin anuncia la ilegalización de 14 organizaciones, entre ellas el Partido Comunista ruso, así como la intervención de sus sedes y la congelación de sus recursos. El periódico comunista Pravda es clausurado. Horas después, más de cien personas han sido asesinadas en el Parlamento bombardeado, y se empiezan a ocultar las estremecedoras imágenes que evocan el bombardeo del Palacio de la Moneda chileno donde resistía el presidente Allende en 1973. Doce horas después del inicio del bombardeo, quienes resisten en el Parlamento en llamas, se rinden. Hoy, diez años después, las cifras de muertos y heridos siguen siendo secreto oficial. Con premonitorio desparpajo, el presidente norteamericano Clinton proclama ante el mundo que el asalto al Parlamento era "inevitable para garantizar el orden", mintiendo desvergonzadamente. El golpe de Estado ha triunfado, y la vía golpista al capitalismo confirma que nada detendrá a sus inspiradores, en Moscú o en Washington.

Todos los protagonistas del momento cumplen con su papel: el presidente norteamericano Clinton no tiene reparo en afirmar que la violencia es responsabilidad de quienes se oponen al presidente ruso, porque, según él, la mayoría del país apoya a Yeltsin, aunque dispone de información precisa de la matanza de Moscú ordenada por el presidente ruso. Para el mandatario norteamericano es vital que Estados Unidos y la "comunidad internacional" apoyen a Yeltsin, y, sin pérdida de tiempo, sus hombres se mueven en las cancillerías: Ucrania, Alemania, Francia, la Comunidad Europea, todos respaldan a Yeltsin. También Vaclav Hável, presidente checo, y el gobierno español. Entre las grandes potencias, solamente China muestra su preocupación por el golpe de Estado en Moscú. En España, ante la evidente complicidad de la derecha y del gobierno socialdemócrata de Felipe González, que siguen fielmente las directrices proclamadas desde Washington, apenas se escucha la voz de Julio Anguita, secretario general del PCE, que es tajante y preciso: "Occidente se ha manchado las manos de sangre".

Después, con el poder de Yeltsin consolidado tras la matanza, llegará la censura, la detención de miles de personas, las torturas, el estado de excepción, las elecciones falseadas, primero con el propio Yeltsin, después, con Putin. La imposición definitiva del capitalismo de bandidos en Rusia es apoyada por Estados Unidos y por la Comunidad Europea, mientras los vendedores de mentiras siguen insistiendo en que la angustiosa situación del pueblo ruso y de las otras repúblicas de lo que fue la URSS es fruto de la herencia comunista y no una consecuencia directa de la criminal política de reformas capitalistas iniciada en 1992 e impuesta con el golpe de Estado de 1993.

En el desenlace de la crisis, la vía golpista al capitalismo que Clinton saluda con satisfacción permite la consolidación del poder de los nuevos liberales rusos, la imposición definitiva de la reforma capitalista y la ruptura del espacio estratégico soviético, al tiempo que permite acariciar a Washington la idea de ampliar su zona de influencia a las repúblicas periféricas de la antigua URSS. Mientras la sangre corría aún por las calles de Moscú, y cuando todavía se escuchaban la voz falsaria de Yeltsin prometiendo libertad y prosperidad, la población rusa iniciaba un amargo camino hacia la normalidad capitalista.