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La vieja Europa


28 de agosto del 2003

La responsabilidad del estado español en las muertes de inmigrantes
Las fronteras cerradas matan

Agustín Unzurrunzaga
Gara
Lo hemos dicho en otras ocasiones, pero hay que seguir repitiéndolo. Desde principios de este año, son ya 137 las personas muertas y desaparecidas en el Estrecho de Gibraltar y ante las costas de las islas Canarias. Desgraciadamente, esas muertes de inmigrantes se han convertido en un hecho casi banal, de fuerte carga emotiva, pero del que se evita hacer una reflexión política de fondo.

Conviene que sigamos denunciando las causas por las que esas personas mueren, poniendo una y otra vez al descubierto las responsabilidades del Estado, de su política de extranjería, de las políticas de control de entradas practicadas por el conjunto de estados de la Unión Europea.

También conviene tener en cuenta que no sólo se producen muertes cuando intentan entrar.

También mueren cuando son expulsados, como consecuencia de los procedimientos que se utilizan para amordazarlos y mantenerlos callados. Hagamos un repaso:

­2 de enero de 2003, siete muertos en Arroyo Alelí, en Tarifa.

­8 de enero de 2003, un muerto en el Puerto de Algeciras.

­13 de enero de 2003, dos muertos asfixiados en un contenedor en el puerto de Cádiz ­15 de enero de 2003, nueve muertos y un número indeterminado de desaparecidos en Fuerteventura.

­16 de enero de 2003, un muerto recogido en la playa de Ceuta.

­18 de enero de 2003, dos muertos recogidos en la playa de Motril.

­19 de enero de 2003, 19 muertos en naufragio en las playas de Tánger.

­20 de febrero de 2003, doce muertos en una patera en la que sobrevivieron seis personas, tras pasar catorce días a la deriva al suroeste de Gran Canaria.

­25 de abril de 2003, dos personas muertas en Lanzarote.

­6 de mayo de 2003, 9 muertos en la playa de Sidi Kacem, en Tánger ­2 de junio, 12 muertos a milla y media de las playas de Fuerteventura.

­1 de agosto de 2003, 10 muertos en la playa de Jacomar, en Fuerteventura, y 15 desaparecidos.

Hagamos también un repaso de las muertes producidas en la ejecución de los procedimientos de expulsión:

­En setiembre de 1998 Semira Adamu, inmigrante nigeriana de 20 años, murió en el avión que la deportaba de Bélgica a Nigeria, cuando la Policía le tapó la cara con una almohada para impedirle gritar.

­Marzo de 1999: Khaled Abuzarifeh, palestino de 27 años, murió en el avión en el que le deportaban de Suiza a Egipto. Iba atado a una silla de ruedas y con la boca tapada. Murió asfixiado.

­En mayo de 1999 Marcus Ofamuma, nigeriano de 25 años, murió cuando le deportaban de Austria a Bulgaria. Murió asfixiado, con la boca tapada con cinta aislante.

­En mayo de 1999 Aamir Mohamed Ageeb, solicitante de asilo sudanés murió asfixiado cuando la Policía alemana le deportaba a Egipto. Le habían puesto un casco que le tapaba la boca y le impedía respirar.

­Diciembre de 2000: Christian Ecole Ebune, solicitante de asilo camerunés, murió en el aeropuerto de Bucarest a consecuencia de la paliza propinada por la Policía húngara, después de que el piloto del avión protestara por sus gritos.

­Mayo de 2001: Samson Chukwu, nigeriano de 27 años, murió cuando la Policía suiza intentó sacarle por la fuerza del centro de internamiento para deportarle. Murió asfixiado, cuando le esposaron con las manos a la espalda y le obligaron a mantenerse agachado en posición forzada.

­En diciembre de 2002, Ricardo Barrientos, argentino de 52 años, murió a manos de la Policía francesa cuando intentaban deportarlo a Argentina. Le sentaron en la última fila del avión, espo- sado, y le obligaron a doblarse presionándole en los omoplatos. Le dio un ataque al corazón.

­En enero de 2003, Marian Get Hagas, una joven somalí de 25 años, solicitante de asilo, murió en el avión que le deportaba de París a Somalia.

Son dos tipos de horrores, lados oscuros de las democracias europeas.

En el primer caso, consecuencia de las políticas cada vez más histéricas de control de las fronteras, de cierre de las fronteras externas de la UE, de negación sistemática de visados de entrada en cualquiera de los estados de la Unión Europea y más específicamente en España. No son un simple accidente. Creo que hay que ir más allá del golpe de mar, la impericia del patrón de la embarcación o el acoso de una patrullera de la Guardia Civil. El ferry para viajar de Marruecos a España cuesta 30 euros, y no se hunde. Si viajan en una embarcación de extrema debilidad, hacinados, y pagando 1.000 o 2.000 euros es porque no pueden conseguir el visado correspondiente, porque a los africanos se les niega sistemáticamente el derecho a desplazarse a Europa. Nadie recurre a una red de transporte clandestino porque le gusta. Lo hace porque no tiene más remedio, si quiere salir de su país y ejercer el derecho humano a desplazarse.

En el segundo, consecuencia de la brutalidad de los métodos policiales utilizados en las expulsiones. Se supone que éstas, que de por sí constituyen un acto muy violento, tienen que hacerse respetando los derechos de las personas, y que no hay por qué drogarlas, o taparles la boca con cinta aislante, o atarlas a los asientos, u obligarlas a viajar agachadas y dobladas para que el resto de los pasajeros no las vean ni oigan.

Sí, la política de cerrar las fronteras mata a cientos de personas al año, a trabajadores y trabajadoras, a solicitantes de asilo y refugio que buscan una vida más digna y más segura que la que tenían en su país de origen. Un delito terrible.

* Agustín Unzurrunzaga es miembro de SOS Arrazakeria de Gipuzkoa