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La vieja Europa

31 de julio del 2003

El soldado y la niña

Santiago Alba Rico
Rebelión
Desde lo alto del risco se dominaba toda la llanura hasta el filo mismo del horizonte.

La mirada tropezaba de entrada con un alboroto de rocas derribadas desde el aire, desmenuzadas en grandes cubos, como dados o tabas, de color elefante, sobadas y acribilladas por el vendaval.

Un poco más abajo comenzaba el matorral, apenas una áspera pelusa sobre el suelo pedregoso -tojos, palmitos, cantuesos- que iba creciendo en tamaño y espesor a medida que se inclinaba la pendiente, como si espumajease de verde, grandes zarzas trabadas, escaramujos, enebros, entrometidas hiniestas que en verano desmayaban de amarillo.

Por debajo de la última línea de maleza, la roca resbalaba de repente por un talud contra el que se apoyaban, en una especie de balcón natural, las ruinas de un antiguo aprisco, dos lienzos de muro envejecidos por el sol en los que encontraban ahora refugio las rapaces.

Después la mirada se descolgaba suavemente sin apoyo sobre un infinito de azufres y cobaltos, interrumpidos aquí y alla por borrosos parches de cañas, hasta detenerse en el río, con su hilo de agua, que cortaba de oeste a este, de un solo tajo, las dos mitades del paisaje.

Al otro lado del río, entre una colina en forma de tazón y el camino blanco que arrancaba entre la hierba, justo debajo de un sauce centenario -inclinada como una letra-, se veía una niña: una niña vestida de azul que recogía albahaca para la sopa, con muchas ganas de descalzarse los pies (la llamaban Cecilia y su padre quería que de mayor fuese morena, como ya lo era, y veterinaria).

Más allá comenzaban a desplegarse los montes y los pinos, en suaves ondulaciones bajo un cielo que también parecía cambiar de color, siempre más luminoso, más nítido, con nubes o sin ellas, como si a partir de allí el mundo estuviese, no ya desprotegido o desfondado, sino tan solo destapado (como montañas guardadas en una caja).

Al fondo, muy al fondo, se veían por fin destellos fugaces y blancuras perforadas, signos inasibles del pueblo lejano, y una línea como de brocha, dura y metálica, entre dos valles: era quizás el mar.

Todo esto se veía, desde lo alto del risco, en los días claros.

En los días obscuros la niña no estaba.

Y en los días peores se veía llegar a un soldado -desgreñado, colorado, con la camisa abierta- y mataba a la niña.

(¿Por qué la mataba?) (¿Por qué los montes y los pinos? ¿Por qué los borrosos parches de las cañas? ¿Por qué el río? ¿Por qué las rapaces en el aprisco? ¿Por qué los cantuesos, los escaramujos y las hiniestas?... Así se veía el mundo desde lo alto del risco).