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La vieja Europa

1 de julio del 2003

Millán Astray y sus guerras

Antonio José Quesada Sánchez
Últimamente, para ser consecuente con lo que me predico a mi mismo, he dejado por unos días de lado a la literatura como fin y estoy haciendo uso de la literatura como medio (veremos a ver cómo termino...). Así, he dado de lado a mis novelas y poemas de costumbre y llevo unos días enfrascado en diversos libros de los que sólo puedo considerar libro como fin "Soy un escritor frustrado", de Mañas, que me ha encantado (sin embargo, no he leído su famoso Kronen, la verdad: para leer sobre borracheras nocturnas de adolescentes mentales, narices que esnifan la vida y lo que se le ponga a tiro, o sobre cómo el guapo del grupo se cepilla a la rubia que ha venido de Londres a pasar unos días con su prima de Madrid, para eso prefiero poner música y no perder el tiempo: tanto buen rollo juvenil acaba cansando también, ya tuve mi dosis con la excelentemente escrita Beatriz y los cuerpos celestes).

Por un lado, tengo por ahí la biografía consentida de Fidel, escrita por Claudia Furiati. La llevo por la mitad: acabo de entrar en La Habana con los comandantes, y yo estoy también viviendo la inmensa aventura colectiva que vivió Cuba y que tanto me gusta recrear en fotografías de la época (mis espejos están trucados: no me gustan las fotos de Cuba en color, pero sí las de entonces, pues entonces, mucho antes de que yo naciera, todavía nos quedaba por delante el futuro y los héroes no estaban todavía atrapados para siempre en posters). Por otro lado, tengo también un par de libros sobre Euskadi: uno de Juaristi, el txarkutero que en la Gran Vía vende karne de abertzale a pokos euros el kilo (la despedaza directamente con la boca, sin necesidad siquiera de kuchillo) que de vez en cuando suelta alguna verdad como un templo, y otro de Elorza, recopilatorio de sus cosas en El País. Y en esa maraña de libros para aprender, me viene a las manos la biografía de Millán Astray, el fundador de la Legión Española, ahí es nada. Biografía escrita desde la admiración o, al menos, desde la idea de no hacer carnaza, se percibe. Millán Astray, el militar que fue perdiendo partes del cuerpo por el camino: un brazo, un ojo, los dientes también cayeron en combate, además de llevar una buena tarascada en la cara, entre otras cosas (su ojo está en no sé qué museo belicoso). Coleguilla del Caudillo, que era gallego, legionario y africano como él, pero entero en su cortedad.

Millán incluso escribió un libro para ensalzarle después de la Cruzada aquella que montaron.

Esta gente era de otra época. Hombre muy hombre, conductor de hombres muy hombres, llevó a cabo su invento mirando con un ojo para Japón y sus samurais, con el otro a la Legión francesa (tenía todavía los dos ojos, el tiro vendría luego), y con el ojo del alma, agustiniano él, miró para los Tercios de Flandes. Cogió todo eso, lo agitó y le salió el Tercio de Extranjeros, carne de cañón para lo que haga falta, que al final acabó llamándose Legión Española.

No se puede negar la evidente vena romántica que se podía encontrar allí: "somos héroes incógnitos todos / nadie aspira a saber quién soy yo...", cantan en su himno en un momento determinado. " Cada uno será lo que quiera. / Nada importa mi vida anterior", dicen en otro:

el bandido, el aventurero, el criminal huido, todos encuentran acomodo en un cuerpo nacido para librar guerras coloniales durísimas (Millán Astray era un veterano de Filipinas). Los rifeños (los vascos de Marruecos) nos hacían la guerra como guerrilleros y en su terreno, con lo que el ejército español, que posiblemente esperara a Bismarck enfrente para hacer realidad el capítulo tal del manual "Haga usted la guerra como un caballero militar", objeto de estudio en las academias de la época, se veía masacrado porque los rifeños se sabían muy bien la lección e imponían su temario de estudio. Y en eso llegó la Legión...

La guerra colonial de Marruecos era dura, sin reglas: los testículos de los muertos aparecían en la boca del cadáver o las manos atadas con los propios intestinos. Allí era mejor no mandar a un niño de buena familia. Los hijos de las grandes familias eludían la guerra pagando a un pobre para que les sustituyera y le daban la oportunidad de que se cubriera de honores por la patria en cualquier risco del norte de África. Mientras el desgraciado lograba que su familia comiera y volvía a la península en una caja de madera, él podía seguir con el despacho o la clínica de papá y acudiendo al casino del pueblo o al Círculo Mercantil, persiguiendo a niñas de buena familia para casarse y, como Dios manda, yendo de putas con los amigos, claro. Cosas importantes que una guerra hubiera fastidiado, ya se sabe.

Luego hizo la guerra de España, al lado de los suyos, frente a la República, demasiado ilustrada para esta España eterna de honor e incienso. Tuvo una trifulca con Unamuno, rector en Salamanca, siempre vestido con su traje académico mientras chapoteaban en sangre por todos lados. Unamuno no cantó las cuarenta pero sí las treinta y dos, y Millán Astray, conjunto de restos físicos de sí mismo, soltó algún alegato de esos suyos, vestido de novio de la muerte por trozos. Esta disputa ha alimentado la superchería política durante años. Todos dan su versión, aunque si todos los que la dan hubieran estado realmente allí como aseguran, posiblemente hubieran llenado el auditorio ellos solos con la insana intención de ser Notarios de lo ocurrido para la posteridad. No habría habido hueco para el público. Aquello hubiese estado lleno de cronistas solamente...

Durante la guerra, vivió Millán Astray una anécdota mágica con mi admirado Foxá, el dandy wildeano que no podía ser sino de derechas: iban a elaborar un discurso para la radio (para arengar contra los rojos) y Millán Astray le pide un adjetivo para "Ejército", para que no fuese una palabra viuda, sino con pareja. A esto, Foxá responde que el mejor calificativo es "Invicto", y no es falso, pues como el ejército español siempre ha luchado contra sí mismo, siempre salía invicta alguna facción.

La guerra la hicieron hombres que nunca se depilaron el pecho, ni las cejas. Lancemos a boxear a un españolito de cada bando para que puedan ilustrarnos esta cuestión. Basta con echarle un ojo, a este lado del cuadrilátero, con calzón azul, a Carrero Blanco, el Almirante de cabecera del Invicto Caudillo, el delfín por la Gracia de Dios, el Ogro, que le llamará la Oposición antes de volarlo, bastantes quilos de fascismo en canal (con qu, no k, ésta ni verla...). Por el otro lado, con calzón rojo, Enrique Líster, "tu carta, oh noble corazón en vela, español indomable, puño fuerte", que le escribiría Machado poco antes de irse de España para morir; su hermano estaba en Burgos escribiendo cosas bonitas para Mola y los suyos. Militar soviético que tiene el honor de haberse cargado la única plasmación en la realidad de la utopía anarquista que se ha producido jamás (Aragón para más señas, ésa que pide agua a gritos).

Ambos con cejas bien dotadas, a cuál mejor. Hagan sus apuestas, pero el Ogro lleva todas las de ganar en esta guerra, pues tiene armas, dinero, bendiciones papales y rango, y Líster lleva detrás a un poeta al que le queda poca vida y una tropa de soldados que hacen la guerra como guerrilleros románticos e idealistas, metidos en cintura hasta cierto punto por la URSS, y cargados de sueños. Tan soñadores eran que, en algún caso, llevaban como comandantes del aire a geniales escritores como Malraux, que tanto daño hizo a la causa protagonizando la obra de teatro en que le tocó representar a ese genio egocéntrico llamado Malraux. Así no se podía ganar una guerra: llevar a un genio de la pluma al mando de una flota de bombarderos no es la mejor forma de que el Ejército del Aire funcione. Pero no falta el pelo en el pecho y las cejas pobladas. Aunque el color azul siempre ganó al rojo, eso lo sabe cualquiera que no sea daltónico. Eran éstos hombres de otra época.

Pues en eso que ganaron la guerra, y los vencedores se dedicaron a sus cosas: a disfrutar de la Victoria, hacer el Imperio, escuchar zarzuelas, pasear por las calles gris marengo de la España cuartelera de la época y a perseguir a rojos y masones, que algo habrían hecho.

Alguno también puso un estanco a su querida, que entonces era posible.

A Millán Astray lo ponen al frente de los Mutilados, como metáfora hecha carne, emblema glorioso y ejemplo práctico evidente de lo que deseaban, y éste se dedica en esta época a tener una hija extramatrimonial (con su esposa tuvo una relación fraternal, según parece), a dar discursos y charlas cada vez que le llamaran y a exhibir sus taras por la Gracia de Dios por esos campos de España. Llegado el momento murió y tuvo un entierro legionario.

Hombre de otra época. Nadie le puede negar valor. Pero no puedo evitar que un escalofrío me recorra cuando veo sus fotos: tuerto, manco y marcado en la cara, le decían que se parecía a D'Annunzio (algo que le halagaba, lógicamente). Metáfora de una España imperial, belicosa, macho y tullida que alguna vez existió (y que puede que siga existiendo: esa España ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma...). żNovio de la muerte? Esposo feliz, posiblemente...

La conclusión es clara: necesito coger algo de novela pronto o se me aparecerá el legionario en sueños, poniéndome firme e intentando que yo también tome algún cerro en África, en alguna lucha colonial de ésas que a veces hay que buscar para tener contenta a la afición. Le veo venir...