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La vieja Europa

19 de julio del 2003

La izquierda europea renuncia al Estado social

Juan Francisco Martín Seco
El Mundo
Con motivo de la celebración de los 140 años de vida del Partido Socialdemócrata alemán (SPD), el canciller Schröder escribía el miércoles 8 de julio una Tribuna Libre en este diario que titulaba El Estado del Bienestar reta a la izquierda europea.

El artículo es sintomático de la ideología, más bien me atrevería a decir de la falta de ideología, que afecta hoy a los partidos socialistas europeos.

Tiene razón el canciller cuando afirma que el SPD ha sobrevivido a la represión hasta llegar a convertirse en la primera fuerza política de Alemania, pero no estaría de más que se preguntase por el precio pagado, ya que es muy posible que tal transformación se haya realizado a costa de que los socialistas alemanes, al igual que otros muchos socialistas europeos, pierdan sus señas de identidad, y la palabra socialismo se conserve únicamente por inercia o, lo que es peor, para evitar que otras formaciones políticas la puedan usufructuar.

Tiene también razón el canciller cuando afirma que una socialdemocracia que dilapida su tiempo rememorando el pasado sería un glorioso recuerdo, pero habrá que decir, asimismo, que una socialdemocracia que rompe con su pasado deja de ser socialdemocracia para convertirse en cualquier otra cosa, porque lo cierto es que, al margen de cierta moralina, los partidos socialistas, cuando están en el poder, carecen de un discurso -y, más aún, de una política- diferente al de los neoliberales.

El artículo, claramente, busca justificación. El canciller pretende legitimar los recortes sociales y la bajada de impuestos que piensa implementar en los próximos años, lo que ha denominado Agenda 2010. Y para ello, nada como acudir a la globalización.En eso tampoco se diferencia del discurso conservador.

Schröder mantiene tajantemente que la globalización no es una alternativa sino una realidad. La izquierda europea siempre ha tenido presente que la realidad es mudable y que se la puede y debe cambiar mediante alternativas. El determinismo económico no ha sido nunca propio de la socialdemocracia, por lo menos desde que los planteamientos de Bernstein triunfaron sobre los de Kautsky y se trascendió el determinismo marxista.

Claro que el fatalismo que plantea Schröder nada tiene que ver con la teoría de Marx de que las contradicciones del capitalismo le conducirían inexorablemente a su destrucción. El determinismo que el canciller alemán formula en su artículo se parece más al que nos tiene acostumbrados el pensamiento neoliberal, esto es, considerar que el statu quo económico es inmutable y que las opciones políticas deben doblegarse ante la necesidad económica; dar por buena la neutralidad de la ciencia económica, al margen de cualquier ideología.

Desde antiguo, el pensamiento conservador ha querido presentar a la teoría económica como objetiva. En esa dirección, hoy ha acuñado un término, globalización, del que obtiene una gran rentabilidad.Pero, si algo nos han enseñado esos 140 años que el SPD celebra, es que la economía tiene muy poco de ciencia y mucho de ideología.La economía es política -economía política se denominaba al principio-, y cuando se pretende imponer determinados postulados económicos como inamovibles, lo que se está persiguiendo es forzar una determinada política.

El concepto de globalización es ambiguo, pero es esa ambigüedad la que está permitiendo al neoliberalismo, y parece que también a parte de la socialdemocracia europea, dar como hechos inalterables aquéllos que son sólo fruto de una determinada opción ideológica y de unos intereses concretos. A menudo, la globalización se entiende como ciertos fenómenos sociales unidos a avances técnicos y científicos: la digitalización y el desarrollo de las comunicaciones.En este sentido, la mundialización sí es un hecho, una realidad, lo mismo que lo fueron el descubrimiento de la rueda de molino, la máquina de vapor, la electricidad o el teléfono.

Cosa distinta es si empleamos el término como sinónimo de integración.Aun cuando los medios técnicos permiten hoy una intercomunicación mucho más fácil y rápida de la Humanidad, nuestro mundo es progresivamente un mundo desvertebrado, en el que las desigualdades y los desequilibrios se hacen mayores cada día. La economía dista mucho de estar globalizada.Entre unos cuantos países ricos y prósperos y la inmensa mayoría de los sumidos en la pobreza y en la miseria existe una sima difícil de salvar.

En la educación, la cultura, la ciencia y la tecnología, difícilmente podemos hablar de globalización, cuando son patrimonio de una minoría privilegiada. ¿Y cómo aplicar el término globalización a la sanidad cuando el sida, la malaria y otro tipo de enfermedades azotan con fuerza inusitada a muchos países del Tercer Mundo y el lucro económico no permite que las medicinas y los remedios lleguen a esas latitudes? En este sentido, la mundialización está muy lejos de ser una realidad, ni siquiera un objetivo, porque la ideología dominante no lo tiene como tal, como mucho, es un buen deseo que todos repiten pero carente de cualquier operatividad.

Pero cuando el pensamiento conservador, y por lo visto también los partidos socialistas, acuden a la globalización como pretexto, juegan con la ambigüedad del término y le dan otro contenido, lo reducen al libre comercio y a la libertad absoluta de circulación de capitales. Entendida así, la globalización no es en absoluto una realidad fáctica inalterable, sino más bien una opción, una alternativa ideológica. Más que mundialización es desregulación; tampoco liberalización, porque la no intervención estatal es de inmediato sustituida por el control de grandes poderes económicos.

Es una opción que, por otra parte, tiene poco de novedosa. La única novedad es el dogmatismo con el que se pretende imponer en la actualidad, como si se tratase de la única alternativa posible, y el absolutismo en su formulación condenando cualquier desviación por pequeña que sea. Es una opción que podrá juzgarse buena o mala dependiendo de los planteamientos ideológicos desde los que se la contemple. Desde la izquierda no puede por menos que considerarse mala si para su funcionamiento se exige la renuncia a las conquistas sociales del pasado. No es de extrañar que haya quien ha definido esta versión de la globalización lisa y llanamente como «el orden liberal internacional».

Schröder asume una concepción reduccionista del Estado social al afirmar que su punto principal es la redistribución de la riqueza. La política redistributiva es tan sólo una consecuencia de un principio mucho más básico y fundamental, gozne del Estado social: el sometimiento de las fuerzas económicas al poder político democrático. El Estado social parte de la desconfianza ante la espontaneidad y autorregulación del mercado, y admite la especial función que el Estado tiene en el proceso económico, regulando, controlando e interviniendo en la economía por diversos procedimientos.Si bien se acepta la economía de mercado y la libre empresa, no se les concede el carácter de principios absolutos, sino que deben supeditarse a las exigencias generales de la economía.

La redistribución de la riqueza es una función de segunda derivada con respecto a la distribución, y ésta se realiza en el proceso productivo y en los mercados. Si el Estado renuncia a intervenir en ellos, será muy difícil que logre compensar más tarde mediante políticas redistributivas los desaguisados realizados y las limitaciones impuestas. Este es el drama de muchos partidos socialistas, que comienzan aceptando que el Estado abdique de sus funciones y entregue la economía a los poderes privados, para después afirmar que las limitaciones impuestas por esos poderes les impiden practicar políticas redistributivas.

Tiene razón el canciller cuando advierte que la riqueza sólo se puede redistribuir una vez que se ha generado; redistribuir, sí, pero distribuir en el momento de la generación. La aseveración conservadora de que es preciso incrementar el pastel antes de distribuirlo presupone una oposición entre crecimiento e igualdad que dista mucho de estar confirmada. Más bien, lo que se produce es todo lo contrario. Hay que coincidir con Lafontaine cuando en su libro No hay que tener miedo a la globalización defiende que las bajas tasas de crecimiento de Europa en los últimos años se explican, al menos en parte, por una distribución inadecuada de la renta que ha castigado a los trabajadores en beneficio del excedente empresarial. La productividad se ha elevado significativamente, muy por encima de los salarios reales, con lo que los empresarios y las rentas de capital se han apropiado de gran parte del incremento de la productividad. Desde 1976, los costes laborales unitarios en términos reales (salarios reales divididos por la productividad) se han reducido en la UE más del 20%.

Han sido las políticas neoliberales practicadas, con actuaciones monetarias restrictivas, por ejemplo, las que han ido deprimiendo las tasas europeas de crecimiento hasta la situación actual al borde de la deflación. El neoliberalismo económico se olvida de que los trabajadores también son consumidores y de que, si el deterioro de las condiciones laborales reduce los costes de la mano de obra, como contrapartida daña el consumo, la demanda y, por lo tanto, el crecimiento.

La autonomía del Banco Central Europeo y su obsesión por las tasas de inflación, prescindiendo de cuál sea el crecimiento económico, poco tiene que ver con la realidad y la necesidad económica; obedece a una opción ideológica, al igual que es una opción ideológica reducir las pensiones, disminuir el seguro de desempleo, desregular el mercado de trabajo y bajar los impuestos, tal como pretende hacer el canciller alemán en su Agenda 2010. Resulta difícil explicar por qué se reactiva la economía cuando los recursos se destinan a reducir la carga fiscal de las clases altas y no cuando esos mismos recursos se orientan a pagar pensiones o al seguro de desempleo, teniendo en cuenta que los destinatarios de estas percepciones tienen una propensión a consumir bastante mayor que los contribuyentes de elevados ingresos.

No se entiende por qué los jóvenes, a los que se obliga hoy a contribuir, van a tener que carecer, tal como afirma Schröder, de la menor esperanza de que un día se les devuelva lo que han aportado, cuando la renta per cápita se ha duplicado en los 30 últimos años, y no hay razón que justifique que no pueda hacer otro tanto en los 30 venideros. El único motivo para albergar tal falta de esperanza se encuentra en las políticas neoliberales que, por ejemplo, se niegan a gravar fiscalmente el capital y los excedentes empresariales, y en la postura de ciertos partidos socialistas que asumen miméticamente los principios del neoliberalismo.

El canciller alemán, fiel a sus raíces, cita una frase de Ferdinand Lassalle: «Toda acción política empieza por decir la verdad».Pues bien, señor Schröder, diga sin tapujos la verdad: que el SPD ha dejado de ser socialista, ha dejado de ser de izquierdas.Diga la verdad, esa verdad que nadie se atreve a formular, pero que cada vez son más los que la piensan, que en los sistemas políticos actuales el poder económico ha blindado todo tan bien que resulta imposible que surja o se mantenga un partido de izquierdas.

Juan Francisco Martín Seco es economista y autor del libro Réquiem por la soberanía popular.

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