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La vieja Europa

Discurso y realidad

Manuel Talens

Tras el resultado de las elecciones del 25 de mayo, que no me sorprendió en absoluto, pues ya lo intuí en mis columnas anteriores, he seguido con interés el fuego cruzado de opiniones que a lo largo de diez días se fue sucediendo aquí entre el historiador Justo Serna, profesor de la Universidad de Valencia, y Rafael Blasco, ideólogo y cerebro pensante del Partido Popular de la Comunidad Valenciana.
Serna, un académico habituado a analizar la historia por encima de las apariencias, se tomó como una desfachatez que Blasco utilizara este periódico para publicar un artículo cuyo único argumento era felicitar a sus socios por el éxito electoral, y redactó una columna en la que puso en solfa las políticas faraónicas y económicamente ruinosas del Partido Popular. Además, metió el dedo en la llaga de la escandalosa fabricación de realidad a que se ha dedicado este gobierno desde el primer momento. Blasco no tardó en disparar. No olvidemos que su larga andadura política –que se inició en la extrema izquierda del tardofranquismo con su paso por el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico, de inspiración marxista-leninista), continuó luego en la izquierda apolillada del PSPV-PSOE y ha desembocado en el neoliberalismo–, lo ha proveído de unas armas dialécticas formidables, que lo convierten en un temible polemista.
En su respuesta, de un afectado tono paternal, Blasco se atuvo al conocido argumento fukuyamiano del final de la historia tras la caída del muro de Berlín, con la exaltación del individualismo frente a las masas y de la democracia como expresión perfecta de la soberanía popular. Además, de manera subliminal, intentó la argucia de atraer a su terreno al profesor, relacionándolo con la fracasada izquierda electoralista. Serna, a continuación, defendió su independencia y su derecho a disentir, lo que dio lugar, a su vez, a la réplica inmediata de Blasco, ya francamente despreciativa –Sayonara, baby fue el título de su estocada–, en la que aprovechó para explayarse en la tradicional cantinela discursiva que tan buen resultado le está dando a este partido en las urnas.
No voy a negar mi simpatía por Serna, pero evitaré ser el tercero en discordia, pues lo que me ha hecho reflexionar es otra cosa: la constatación del abismo insalvable que hoy existe entre el ansia de realidad que defienden algunos individuos críticos como este profesor de historia y el hábil, retórico, florido y publicitariamente tramposo discurso de algunos políticos profesionales. El diálogo entre ambos es imposible y, por ende, me pregunto si el lugar de Serna –ciudadano ajeno a cualquier sigla– no hubiera debido ocuparlo en este rifirrafe algún miembro de los exangües perdedores electorales, pues al fin y al cabo son ellos quienes comparten ese artificioso ámbito discursivo en que se ha convertido la res pública oficial, quienes luchan por el poder parlamentario y quienes, al aceptar las reglas del juego, han vaciado de contenido palabras antes venerables como democracia, izquierda o progreso, para adaptarlas a un teatro de cartón piedra.
Ajenos a esa escena, en paralelo, queda un reducto de insobornables que se empeñan en llamar pan al pan y vino al vino y que siguen creyendo que otro mundo es posible.