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La vieja Europa

8 de octubre del 2003

A diez años del golpe de Estado
Rusia: la vía golpista al capitalismo

Higinio Polo
El Viejo Topo
El 21 de septiembre de 1993, el presidente ruso Yeltsin, que había sido elegido en 1991 y terminaba su mandato en 1996, se atribuía todos los poderes del Estado y disolvía el poder legislativo y judicial. Al mismo tiempo, dejaba de acatar la Constitución vigente. Para hacerlo, argumenta que ha sido elegido por el pueblo, sin reparar en que ese atrabiliario argumento lo une a Hitler: su decisión es un golpe de Estado en toda regla, que inaugura la vía golpista hacia el capitalismo en Rusia. Pocos días después, las tropas acababan a sangre y fuego con la resistencia, y la vía golpista al capitalismo se imponía. Nacía la Rusia capitalista. ¿Qué había ocurrido?

En rigor, no era la primera vez que Yeltsin intentaba dar un golpe de Estado: antes, en 1991, había destruido la URSS y destituido a Gorbachov, sin base legal alguna, y, en diciembre de 1992, tras la catástrofe que para la población rusa supuso la terapia de choque de Gaidar, ya intentó anular las instituciones, y, de nuevo, quiso hacerlo el 20 de marzo de 1993. Sin embargo, vaciló, y las dudas de los miembros de su gobierno le hicieron volverse atrás. Ya en aquellos días, sus consejeros, decididos partidarios de acabar con todo rastro del socialismo real, se dividieron: sabían que el interés de Rusia era que se mantuviera la Unión, aunque fuese bajo otra forma jurídica. La estrategia de Washington, por el contrario, trabajaba en sentido opuesto, y la ambición de Yeltsin y de una parte de sus consejeros, junto con la presión de Estados Unidos, sancionaron la división de lo que había sido la URSS.

Después, en los primeros días de 1992, en el territorio que nacía como la nueva Rusia, Gaidar impulsa desde el gobierno la terapia de choque que, según él, sacaría al país de las dificultades, aunque en realidad destruyó por completo la estructura industrial soviética y robó las propiedades públicas, repartiéndolas entre los allegados al nuevo poder. Ese proceso, impulsado por el equipo de Yeltsin, tiene, desde sus inicios, todo el apoyo de Washington. De hecho, hacía tiempo que apoyaban al presidente ruso: recuérdese que ya en agosto de 1991, durante el golpe de fuerza de Yanaev, cuando Gorbachov permaneció incomunicado en Crimea, todavía con la URSS, tanto la CIA como la NSA ayudan a Yeltsin y le informan de los movimientos de sus adversarios: los servicios secretos norteamericanos controlaban los teléfonos de Dimitri Yazov, ministro de Defensa, y de Vladimir Kriuchkov, presidente del KGB. La embajada norteamericana en Moscú proporcionó a Yeltsin, además, sistemas de comunicaciones seguros.

A lo largo de 1992, la delirante política de Yeltsin y Gaidar -de duros rasgos anticomunistas aun sin declararlo públicamente, y que tuvo un coste social sin precedentes en el mundo, llevando a la muerte, literalmente, a decenas de miles de personas- acabó enfrentando a Yeltsin con la mayoría del Parlamento ruso. La coalición que había acabado con Gorbachov ya no existía, y una amalgama de fuerzas, comunistas y nacionalistas, impugnaba la dura política de reformas capitalistas. En esos días, el principal argumento para justificar el desmembramiento de la URSS era que la reforma aumentaría el nivel de vida de la población. Por el contrario, los resultados fueron la destrucción del país y un espectacular hundimiento de las condiciones de vida en todas las repúblicas. En 1992, el equipo económico dirigido por Gaidar, estaba compuesto por gente como Anatoli Chubais, Guennadi Burbulis, Andrei Nechaiev y otros. Cuentan con la colaboración de expertos del FMI, de fundaciones norteamericanas como la Ford, y de especialistas como Jeffrey Sachs, del IHDI, Instituto de Harvard para el Desarrollo Internacional, y algunos otros, que llegan a redactar los decretos del gobierno de Yeltsin. Su incompetencia es descomunal: el equipo económico y sus asesores aplican recetas elaboradas para países capitalistas en dificultades, sin reparar en que la economía soviética no tenía ese carácter. En ese enloquecido proceso, en 1992, se produce una vertiginosa caída de la producción, acompañada de una deliberada política de desindustrialización del país, y de una inflación que liquidó los ahorros de la población, mientras se popularizan fondos de inversión que eran puras "pirámides" de estafadores: todo ello hace aumentar la oposición, tanto entre los comunistas como entre otros sectores. Al caos, a la incompetencia, al ansia de robar la propiedad social, le llamarán los nuevos liberales rusos la "terapia de choque". Tras ella, junto al espejismo de crear una capa social que sustentara el nuevo capitalismo de bandidos, estaba el deliberado propósito de Washington de liquidar la fuerza económica e industrial de la antigua URSS. La coalición de facto antiyeltsinista que se configura en ese momento, contará con antiguos aliados del presidente ruso en 1991, descontentos de su actuación posterior: tanto Aleksandr Rutskoi, vicepresidente de Rusia, como Ruslán Jasbulatov, presidente del Parlamento, acabarían siendo los rostros públicos de quienes resistieron al golpe de Estado de Yeltsin en 1993. Aunque no fueron los únicos, ni mucho menos.



En diciembre de 1992, muchos de los antiguos seguidores de Yeltsin han constatado el fracaso de su política y colaboran con la oposición. Para anular la resistencia a su gobierno, el presidente ruso pretende instaurar una gestión presidencialista, que choca con los deseos del Parlamento. Así, el Congreso de Diputados critica con dureza la terapia de choque, anula los poderes extraordinarios que se habían concedido a Yeltsin en 1991 y censura a Gaidar. Yeltsin intenta anular las funciones del Congreso, por el procedimiento de exigir a sus seguidores que lo abandonen, pero fracasa y se ve obligado a pactar con el Parlamento un nuevo primer ministro: Víctor Chernomirdin. Es una dura derrota política. A partir de ese momento, Boris Yeltsin se dedica a preparar la revancha. A lo largo de los primeros meses de 1993, intenta varias veces, de forma anticonstitucional, disolver el Congreso de Diputados. Los arbitrarios decretos que promulga, intentado reforzar su autoridad aun a costa de la ley, son impugnados por el Tribunal Constitucional. En ese escenario, los partidarios de Yeltsin especulan cada vez más con forzar un golpe militar para acabar con la oposición a sus medidas, hasta el punto de que algunos hablan confidencialmente de ¡imitar a Pinochet!

Chernomirdin había sustituido al propio Gaidar, como primer ministro, en diciembre de 1992, en una decisión que perseguía acabar con el enorme descontento popular que la terapia de choque había levantado en Rusia. Pero el 16 de septiembre de 1993, Gaidar vuelve al gobierno. Se lo han pedido Yeltsin y el primer ministro Chermomirdin para desbloquear la situación: nadie puede negar el desastre económico causado por los gobiernos de Yeltsin, y lo paradójico es que de nuevo aparezca en escena uno de los principales responsables del desastre. En esos días de septiembre, Oleg Lóbov, viceprimer ministro, es uno de los defensores de las reformas capitalistas, y Anatoli Chubais es el jefe del Comité de Privatización. La vuelta de Gaidar es interpretada por todos como una ofensiva contra el Parlamento, donde tanto los comunistas como los diputados de otros sectores se oponen cada vez con más fuerza a las reformas del capitalismo de ladrones de Yeltsin, aunque entre ellos hay intereses divergentes: es una coalición de facto.

Rusia permanece ensimismada. En el plano internacional -con Estados Unidos tutelando activamente el proceso de desmantelamiento de la Unión Soviética, y en el momento de la crisis de Somalia, que terminará con la salida de las tropas norteamericanas-, el retroceso de la influencia de Moscú en el mundo es indudable: Walesa celebra con champán en Varsovia la salida de los soldados rusos de Polonia, y Washington toma posiciones en las nuevas repúblicas nacidas de la destrucción de la URSS, aunque nada de eso preocupa al nuevo gobierno ruso: el 17 de septiembre, Gaidar anuncia, nada más instalarse en su despacho, una dura política de estabilización financiera, y, aunque su vuelta es mal acogida por el Parlamento, declara que ha llegado el momento de elegir entre "las dos líneas existentes en el gobierno ruso". Es toda una declaración de guerra a quienes se oponen a la política de Yeltsin, tan evidente y tan grosera que el vicepresidente Rutskoi acusa a Yeltsin de querer imponer una dictadura. Al mismo tiempo, Washington está atento a indicios preocupantes: en las distintas repúblicas que habían formado parte de la URSS hasta hacía menos de dos años, hay tendencias de reintegración con Moscú, hasta el punto de que Jasbulatov especula con un Parlamento común a todas ellas, con formas de unidad, al menos, similares a las de la Comunidad Europea. Washington, y el equipo de Yeltsin, creen que ha llegado el momento de actuar con decisión.

En el cada vez más bronco enfrentamiento entre Yeltsin y el Parlamento, el presidente ruso acepta celebrar elecciones anticipadas, parlamentarias y presidenciales, como una forma de desbloquear la crisis, aunque los consejeros de Yeltsin especulan con la posibilidad de constituir un Parlamento de transición, ¡sin celebrar elecciones! El 18 de septiembre, en un movimiento que anuncia novedades, Oleg Lóbov es nombrado secretario del Consejo de Seguridad, y el general Nikolai Golushko, ministro de Seguridad.

El día clave es el 21 de septiembre: Yeltsin disuelve los poderes legislativo y judicial en una decisión que no puede contemplarse más que como un golpe de Estado, a la manera del efectuado por Fujimori en Perú en abril de 1992. El Tribunal Constitucional declara ilegal el golpe y los diputados se concentran en el edificio de la Casa Blanca, como llaman al Parlamento, para impedir que sea tomada al asalto. Desde el 24 de septiembre, el Parlamento es rodeado por diez mil soldados del Ministerio del Interior, y permanece sin calefacción ni electricidad. A finales de septiembre, Yeltsin amenaza con destituir a todos los gobernadores y alcaldes del país que no se sumen a su bando, y promete elecciones legislativas para diciembre y elecciones presidenciales para junio de 1994. Trata de ganar tiempo, ante el bloqueo de la situación. El 30 de septiembre, se reúnen representantes del gobierno de Yeltsin con representantes de los sitiados: llegan al acuerdo de que se restablezca la calefacción, la electricidad y el agua al Parlamento, a cambio de la entrega de las armas en poder de quienes resisten en el interior.

Sin embargo, el Parlamento rechaza los acuerdos alcanzados por sus representantes, decidiendo que mientras no se levante el asedio no entrará en otras negociaciones. De esa forma, cuando se inicia el mes de octubre, los diputados llevan ya diez días de encierro. El vicepresidente Rutskoi cree que el ejército está con ellos, y se dirige a la ONU para que se impida "una salida sangrienta" a la crisis, al tiempo que Jasbulatov afirma que Yeltsin sólo manda en Moscú, mientras el presidente ruso recibe al patriarca de la iglesia ortodoxa, Alexis II, que se ha ofrecido para ejercer de mediador: los dos sectores en pugna lo aceptan. Mientras tanto, en Moscú, la situación se complica: en la plaza Pushkin se suceden manifestaciones de protesta contra Yeltsin, y se producen tres heridos graves por la acción de la policía, y, paralelamente, se reúnen representantes de 62 territorios del país, de los 89 que integran Rusia, que exigen a Yeltsin el fin del bloqueo de la Casa Blanca y la vuelta a la situación que existía antes del ilegal decreto del 21 de septiembre: muchos representantes de territorios amenazan con iniciativas si Yeltsin no accede a revocar su decreto. Pero el presidente ruso y su círculo no están dispuestos a ceder. El diputado e intelectual Serguei Stankievich, miembro de Rusia Democrática y afín a Yeltsin, afirma que las elecciones son negociables, pero no la disolución del Soviet Supremo y del Congreso.

Al mismo tiempo, el sistemático plan trazado para desprestigiar a quienes resisten en el Parlamento es seguido sin fisuras por los medios de comunicación rusos y por la prensa internacional. Los periódicos y las televisiones dan cuenta de que, junto a los diputados que están en el interior de la Casa Blanca, han llegado "un centenar de nazis", con uniformes, que saludan brazo en alto a todo el que quiere fotografiarlos. Las cadenas de televisión internacionales difunden por todo el mundo las imágenes de los nazis de la Unidad Nacional Rusa, dirigidos por Alexandr Barkashov. El error que cometen quienes están encerrados en el Parlamento es aceptar a todo tipo de supuestos "defensores": años después se sabría que Barkashov estaba ligado al banquero Gusinski y al alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, ambos partidarios de Yeltsin y activos propagandistas del golpe de Estado, y que aquellos nazis pasarían después a trabajar con el servicio de seguridad de Yeltsin.

Aunque la situación está en ese momento bloqueada entre el Kremlin y el Parlamento, el final se acerca. El día 2 de octubre, hay decenas de heridos entre los manifestantes contrarios a Yeltsin, y muere un policía en los enfrentamientos de las calles de Moscú. Rustkoi llama a la rebelión contra el gobierno, y los observadores políticos creen que Yeltsin se está debilitando por momentos y que su precaria situación hace que no se atreva a lanzar un ataque armado contra el Parlamento. Ese mismo día se aplaza la reunión del Consejo Federal -que había sido creado por el presidente ruso como un contrapeso al Congreso disuelto- hasta el día 9: el aplazamiento es interpretado como otra muestra de debilidad de Yeltsin.

El día 3 de octubre, a las tres y media de la tarde, decenas de miles de personas consiguen romper el cerco impuesto por las tropas de Yeltsin al Parlamento, y las muestras de alegría se suceden. Los manifestantes, que enarbolan banderas rojas, gritan: "¡Todo el poder a los soviets!" La revuelta se había iniciado ante la estatua de Lenin, cerca del puente de Crimea, y, desde allí, a veces a la carrera, decenas de miles de personas se dirigen hacia la televisión, que está informando sesgadamente sobre los acontecimientos: van desarmados, y apenas hay entre ellos unas decenas de hombres armados, que desaparecerán ante el edificio de la televisión, cuando los manifestantes empiezan a caer bajo el fuego de las tropas de Yeltsin. El presidente ruso, que, según revelará después el mariscal Shaposhnikov, está borracho, decide sacar los tanques a la calle para aplastar la sublevación popular. Diversas fuentes consideran que, en ese momento, hay dudas sobre la actitud que adoptará el ejército, que puede permanecer neutral o inclinarse hacia Yeltsin.

Es el momento de la verdad para Yeltsin. Por si acaso, en el Kremlin tiene preparado un helicóptero para huir. El presidente ruso decreta el estado de excepción, y visita al ministro de Defensa, Grachov, que se resistía a dar las órdenes de atacar a los manifestantes, y, a las once de la noche, Yeltsin envía un mensaje al país a través de la televisión. Yeltsin consigue el acuerdo de Grachov a cambio de sobornos para todos: cien mil rublos por soldado, doscientos cincuenta mil para cada oficial y medio millón por general. Antes de dar las órdenes, desconfiado, Grachov ordena recoger el dinero en el Kremlin. Después, se inicia la matanza: hay ya casi cincuenta muertos y decenas de heridos ante la televisión. Horas más tarde, le llegará el turno al Parlamento. Ya en la madrugada, el primer ministro Chernomirdin habla por televisión diciendo que fuerzas militares se dirigen hacia Moscú "para atajar a los bandidos y garantizar la seguridad", mientras decenas de miles de manifestantes toman las calles de Moscú protestando contra Yeltsin. Pero no podrán impedir la consumación del golpe de Estado.

El mensaje de Yeltsin es leído por un locutor, y en él se afirma que "los aventureros quieren imponer la guerra civil". En otro comunicado, Yeltsin, feroz, habla de la necesidad de "barrer la basura bolchevique". El gobierno crea un "grupo especial de urgencia" con el general Konstantin Kobets, que ya había estado con Yeltsin en agosto de 1991, y a las 10 de la noche, Pavel Grachov y Nikolai Golushko, ministros de Defensa y de Seguridad, respectivamente, dan la orden a las fuerzas de élite de proteger el Kremlin. Las cancillerías y la prensa occidental crean el marco adecuado para hacer que la opinión pública acepte el golpe de Estado yeltsinista: los periódicos occidentales llegan a afirmar que los manifestantes que protestan, al asaltar la sede de la televisión, ¡están poniendo en marcha un golpe de Estado! Todos los grandes medios informativos occidentales hablan del "temor a la vuelta del comunismo" y destacan la presencia de nazis entre los resistentes. La incoherencia de la tesis es evidente, pero la confusión sirve para agitar el espantajo de una inexistente coalición rojiparda: se sirve a la opinión pública la falsedad de que contra los verdaderos demócratas -es decir, los golpistas de Yeltsin- combaten sus viejos enemigos, los comunistas y los nazis. Todo encajaba. En España, por ejemplo, el diario El País, que disponía de información sobre la represión desatada por Yeltsin, hablaba en su editorial, por el contrario, de "rebelión nacional-comunista", en un interesado lenguaje que equiparaba a los manifestantes de Moscú con el nacional-socialismo hitleriano. El propio Yeltsin, bien asesorado, abona esa versión: habla de la "sangrienta batalla en que sumergen al país las fuerzas estalinistas y las fascistas".

En la escena internacional, todos los actores se movilizan. El presidente norteamericano Clinton convoca, el mismo día 3, en sesión de emergencia, a su Consejo Nacional de Seguridad, para seguir la situación en Rusia. Clinton -que no había pronunciado una sola palabra de condena ante la ilegal disolución del Parlamento por Yelstin- afirma ahora que la violencia es responsabilidad de quienes se oponen al presidente ruso, y acusa a la oposición de "manejos para desestabilizar la situación". Según el presidente norteamericano, en Rusia, la mayoría del país está con Yeltsin, y debe apoyarse el "proceso que conducirá a elecciones libres y limpias". Clinton lo dice, sabiendo que no ocurrirá nada de eso. Por su parte, Strobe Talbott, embajador especial de Clinton para Rusia, afirma que los Estados Unidos están seguros de que "Yeltsin hará lo necesario para evitar un gran baño de sangre". Lo dice, también, sabiendo que en Moscú la matanza ya se ha iniciado.

Clinton manifiesta que es vital que Estados Unidos y la "comunidad internacional" apoyen a Yeltsin. Sus diplomáticos presionan, y las decisiones son inmediatas. El gobierno de Ucrania, asesorado así por Washington, expresa su apoyo a Yeltsin. Los gobiernos occidentales harán lo mismo: el gobierno alemán de Helmut Kohl, "no ve ninguna razón para retirar su apoyo a Yeltsin y a las reformas". La Francia de Mitterrand mantiene la misma opinión que Kohl. A lo largo del día 4 de octubre, mientras los tanques están bombardeando el Parlamento ruso, en una escalofriante muestra de indiferencia ante la matanza, la Comunidad Europea respalda a Yeltsin, por unanimidad del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores, que se ha reunido. Javier Solana, el ministro español, está presente. El ministro belga achaca la responsabilidad de los acontecimientos a los comunistas. También Vaclav Hável, el presidente checo, apoya a Yeltsin. Entre las potencias mundiales, sólo China expresa su preocupación por el baño de sangre que tiene lugar en Moscú. En España, únicamente el Partido Comunista condena el golpe de Estado. Julio Anguita, su secretario general, ante el apoyo europeo y norteamericano a la matanza, apunta con rotundidad: "Occidente se ha manchado las manos de sangre".

El telón está a punto de bajarse. Yeltsin consulta a Clinton el asalto al Parlamento, y el presidente norteamericano da luz verde. A las siete de la mañana del día 4 de octubre, Yeltsin ordena iniciar el ataque, y los tanques bombardean el Parlamento. El asalto a la Casa Blanca es feroz. Yeltsin moviliza a treinta mil soldados y a unidades aerotransportadas. La operación de ataque al Parlamento es protagonizada por la división acorazada Tamanskaya, la división Dzherzhinski, los paracaidistas, y tropas de intervención especial. No había ocurrido algo semejante en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Yeltsin habla por televisión para anunciar el inmediato aplastamiento de "la revuelta fascista y comunista", denunciando que los rebeldes pretendían "restablecer una sangrienta dictadura", y declara la ilegalización de 14 organizaciones, entre ellas el Partido Comunista ruso, el control de sus sedes y la congelación de sus cuentas. El periódico comunista Pravda es clausurado.

En el Parlamento, mueren más de cien personas, aunque las cifras exactas siguen sin conocerse: son secreto oficial, todavía hoy. En un mundo al revés, para justificar la matanza, el presidente ruso declara que "los que agitan banderas rojas volvieron a regar Rusia con sangre", y el propio Clinton afirma después que el asalto al Parlamento era "inevitable para garantizar el orden". Doce horas después de iniciarse el bombardeo, quienes resisten en el Parlamento -en llamas, destruido, ensangrentado, con decenas de cadáveres abandonados por todas partes, con centenares de heridos- se rinden. El golpe de Estado había triunfado, y la vía golpista al capitalismo confirmaba que nada iba a detener a sus inspiradores, en Moscú o en Washington.



El 5 de octubre, Moscú está completamente controlado por las fuerzas de Yeltsin. Todo el país comprueba que el gobierno no retrocederá ante nada, y que está dispuesto a acabar a sangre y fuego con cualquier protesta; tiene, además, el completo apoyo de Estados Unidos y de la Comunidad Europea. Se habla de 127 muertos y de 600 heridos: no hay precedentes de una matanza semejante en Europa desde 1945. Pero no hay tiempo que perder, y los acontecimientos se precipitan. Yeltsin destituye a gobernadores, encarcela a centenares de detenidos en un estadio, cierra periódicos, establece la censura previa, y empiezan a llegar noticias de torturas a los detenidos. La agencia oficial habla de mil quinientos detenidos. En escenas que recordaban las calles de Santiago de Chile en 1973, varias personas habían sido fusiladas en un estadio cercano al Parlamento. El Tribunal Constitucional deja de funcionar porque decide suspender sus actividades: los hombres de Yeltsin habían exigido la dimisión de Valeri Zorkin, presidente del Tribunal, ¡amenazándole con procesarlo por golpista! Cuando la situación está controlada, Yeltsin, cuya rudeza no oculta su gratitud, telefonea a Clinton para darle las gracias, según informa el propio gobierno ruso.

El día 6, en un revelador gesto, la guardia de honor del mausoleo de Lenin es suprimida, y Yeltsin habla de nuevo por televisión, afirmando que la oposición preparaba "una dictadura sangrienta de la svástica y la hoz y el martillo". Zorkin no resiste las presiones y presenta la dimisión, que traerá al otro día la suspensión del propio Tribunal Constitucional, por un decreto de Yeltsin. Mientras, el presidente ruso prolonga la validez de los vales de privatización hasta julio de 1994. Las operaciones de escarmiento son sistemáticas: en la segunda noche del toque de queda en Moscú son detenidas 1.700 personas por "salir a la calle sin autorización", y otras 900 por otras causas. En la tercera noche, cinco civiles son heridos por armas de fuego y 3.500 personas son detenidas. El día 8, son detenidas más de 5.000 personas. La actividad de las organizaciones políticas se limita: se anuncia que los partidos que quieran presentarse a las elecciones deberán recoger 100.000 firmas en diferentes distritos del país, y el día 8 Yeltsin prohíbe el Partido Comunista Ruso durante el estado de excepción, al tiempo que Serguei Filatov, jefe del gabinete de Yeltsin, declara que no se debe permitir al Partido Comunista participar en las elecciones. La reorganización de los comunistas había pasado momentos muy difíciles: tras su ilegalización en 1991, el Tribunal Constitucional había decretado, en el otoño de 1992, la legitimidad de las organizaciones de base del PCUS, con lo que invalidó parcialmente la decisión de Yeltsin de prohibirlo, tras el golpe contra Gorbachov. Esa fue una de las vías para la reorganización, sin medios, del Partido Comunista Ruso.

El 9 de octubre, Yeltsin decide prorrogar el estado de excepción que se había impuesto el día 4. El presidente ruso firma un decreto que desmonta el sistema estatal de soviets, que ya estaban descabezados desde la disolución del Soviet Supremo. El decreto suspende las funciones de todos los diputados a todos los niveles, desde los barrios hasta los pueblos, y las funciones pasan a ser asumidas por la administración local. Algunas voces hablan de hacer "una transición civilizada" que evite nuevos baños de sangre, y Gorbachov se ofrece para "salvar" al país. Son voces en el vacío: ha triunfado la vía golpista al capitalismo.

Después, una nueva y antidemocrática constitución será impuesta a Rusia: los resultados alcanzados en todas las regiones del país nunca fueron hechos públicos, y se elabora una nueva ley electoral. El alcoholizado Yeltsin aprovecha la vía golpista al capitalismo, y las elecciones presidenciales de 1996 serán también hurtadas al pueblo: la victoria será arrebatada al candidato del Partido Comunista, Guennadi Ziuganov, en una sucia operación dirigida por los nuevos oligarcas y por el entorno de Yeltsin. Lo mismo ocurrirá en las elecciones del año 2000, ganadas oficialmente por Putin, pese a las denuncias de monstruosas irregularidades, que nunca han sido investigadas.

Gaidar lo había dicho con claridad: "Los rusos no aprenderán a trabajar hasta que no pasen por la dura escuela del paro". Parece mentira, pero su delirante política buscaba aumentar el desempleo, seguro de que la instauración del capitalismo lo requería, en un contexto internacional en que -como si fuera un mundo al revés, un mundo al otro lado del espejo- la prensa mundial presentaba a los liberales extremistas de Yeltsin como personas demócratas y progresistas, y a los que impugnaban las reformas del capitalismo, como conservadores. Influyentes analistas del momento, como Andronik Migranian, afirmaban que Rusia no se podía permitir una democracia parlamentaria, y que, por encima de cualquier otra consideración, debía introducir la economía de mercado. Más tarde, ya se construiría una "verdadera democracia", que diez años después todavía no ha llegado. No pueden dejar de recordarse las palabras de Aleksandr Zinoviev, antiguo disidente, que había afirmado que el propósito de Occidente no era la democracia, sino la destrucción de Rusia.

Hoy, la difícil situación que padece la población de las distintas repúblicas soviéticas no es producto de la "herencia comunista", como continúan repitiendo los propagandistas del liberalismo, sino consecuencia directa de una reforma capitalista que ha sido uno de los fracasos más clamorosos de quienes han gobernado el territorio de la antigua URSS, y de sus mentores políticos. A diez años de distancia, cobra relevancia el hecho de que, a diferencia del golpe de agosto de 1991 -que fue condenado de inmediato por Washington, y que apenas causó víctimas-, el golpe de Estado de 1993, que causa una terrible matanza, es defendido por Estados Unidos desde el primer momento. Más de una década después de la desaparición de la URSS, los laboratorios ideológicos del liberalismo siguen hablando del intento de golpe de Estado de 1991 contra Gorbachov, pero nunca hablan del golpe de Estado de Yeltsin en 1993, que inaugura la vía golpista al capitalismo.

Una conocida, y melancólica, constatación final: no hay duda de que, pese a su proclamado amor a la libertad y a la democracia, el capitalismo convive con las instituciones democráticas mientras las fuerzas sociales de izquierda no ponen en peligro el sistema de economía de mercado; pero si su dominio está en entredicho, las fuerzas que defienden el capitalismo recurren a la fuerza: en la España de 1936, en la Indonesia de 1965, en el Chile de 1973 o en cualquier otro país. Hace diez años pudo comprobarse que también recurren a la fuerza, si es necesario, para imponer la transición al capitalismo. Los rusos pudieron comprobarlo. Tras el golpe de Yeltsin, a Rusia le esperaba, como en el verso de Boris Pasternak, un amanecer más asfixiante todavía.