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La vieja Europa

6 de enero del 2003

Turquía contra los estereotipos
Otro islamismo es posible

Juan Agulló
Masiosare

Turquía es un país extraño: musulmán, pero no árabe; oriental, pero no asiático; multicultural, pero no plural. Es miembro de organizaciones europeas como la OTAN o el Consejo de Europa y ahora pretende ingresar a la Unión Europea. Bruselas reconoce al país como candidato pero retrasa su incorporación. El gobierno, de tendencia islamista, tiene fe en que lo logrará .

EN VAN, AL ESTE DE TURQUIA,hay militares por todas partes. La frontera iraquí está a poco más de 100 kilómetros. Irán, Armenia y Georgia también están cerca. La base estadunidense de Incirlik está a unos 600 kilómetros al suroeste, a un suspiro en avión. Vía aérea, a Siria, Líbano, Israel y Palestina también se llega deprisa. Incluso Chechenia se encuentra dentro del perímetro de la que probablemente es la región de mayor valor geoestratégico del mundo. La presencia militar turca en Van, sin embargo, no se justifica desde el exterior: está pensada para reprimir a los kurdos.
El país de los kurdos no existe en los mapas. Sus habitantes siempre han sido perseguidos y maltratados. En la actualidad, son una etnia dividida en cuatro Estados: Irán, Irak, Siria y Turquía. Ser kurdo en esa tierra, pese a la "zona de exclusión aérea" decretada por los vencedores de la Guerra del Golfo al norte de Irak, sigue siendo un mal negocio. Antaño, Ankara y Bagdad (capitales de Turquía e Irak) llegaron a gasear a las poblaciones locales y a concentrarlas por la fuerza en núcleos urbanos. Actualmente, pese a que la mayoría de los kurdos han renunciado a la violencia, hay una guerra de baja intensidad en marcha.
En Turquía, oficialmente no existe el Kurdistán (país de los kurdos), a pesar de que el preso más famoso del país es Abdullah Ochalam, una especie de Yasser Arafat kurdo. Está prohibido hablar, publicar y educar en este idioma milenario. Además, cualquier organización que no asuma un carácter nacional –turco– es sospechosa de "terrorismo". Es más, cuando por medio de subterfugios los kurdos han logrado crear partidos políticos que defiendan sus intereses, han sido prohibidos o se les ha requerido un 10% de los votos para entrar en el Parlamento.
De victimarios a víctimas
En las elecciones del pasado mes de octubre algo pasó en Turquía. Esta vez, la que no llegó al 10% de los votos fue la elite burocrático–militar. Paradójicamente, su obsesión anti–kurda aceleró su propio derrumbe. Setenta y ocho años en el poder son muchos, casi los mismos que el PRI. Desde que en 1924 Mustafá Kemal Atatürk sentó las bases de la Turquía moderna y laica, casi todo había permanecido inalterado y en manos del ejército. Partidos de todas las tendencias se sucedieron en el poder sin que eso significara demasiado: los mandatarios extranjeros prefirieron siempre entrevistarse con las autoridades militares que con las civiles.
Hace un par de meses, sin embargo, los turcos apostaron por lo desconocido: un partido islamista políticamente moderado, socialmente progresista y moralmente conservador. Todo ello en un momento en el que, económicamente hablando, las cosas están fatal. A Turquía le ha tocado ser la Argentina de Europa. En apenas dos años ha pasado de crecer al 7% a solicitar préstamos multimillonarios al FMI, el cual le ha impuesto sus draconianos planes de ajuste estructural. Todo ello en un país que, pese a estar clasificado en el puesto 85 del Indice de Desarrollo Humano (México figura en el 51), gasta cada año miles de millones de dólares en defensa1.
El "problema kurdo", sin embargo, no parece inquietar casi a nadie. Tampoco la situación de los turcos de Chipre o el enfrentamiento con la vecina Grecia, que durante decenios constituyó uno de los elementos movilizadores predilectos del nacional–populismo. En los días previos a las recientes elecciones resultó patético contemplar a la vieja guardia en sus estertores:
traicionando las supuestas convicciones laicas que le impulsaron a inhabilitar para cargos públicos al moderado líder islamista Recep Tayip Erdogan2, llegó a pregonar en televisión que las mujeres cubrieran sus cabellos.
Lo divertido del asunto es que buena parte de las militantes del islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP: AK quiere decir "limpio" en turco) no sólo no cubren sus cabellos sino que, además, se los peinan a la última moda occidental. Uno más, pues, de los estereotipos que han girado alrededor de aquellos que, al fin y a la postre, han hecho saltar por los aires el viejo sistema de partidos. Ahora han quedado casi todos fuera del parlamento: desde antiguos conservadores hasta progresistas ligados al sistema, pasando por la extrema derecha y, por supuesto, por aquellos que, como los kurdos o la extrema izquierda, siempre estuvieron excluidos y perseguidos3.
Genealogía de un triunfo
El caso del AKP no es inédito. En 1996, los islamistas ya accedieron al poder. No fueron los primeros en ganar unas elecciones en el mundo musulmán. Existía el precedente de Argelia en 1992, pero esa experiencia terminó en una cruenta guerra civil, cuyos últimos rescoldos todavía no se apagan (dependiendo de la fuente, entre 100 mil y 200 mil muertos en los últimos 10 años).
Aquí la sangre nunca llegó a ser río. Tensiones, sin embargo, las hubo y muy importantes. Necmetin Erbakan, mentor político del ahora triunfante Recep Tayip Erdogan, sólo cosechó 21% de los votos y se vio obligado a formar alianzas con el gobierno.
La casta burocrático–militar trató de desacreditar a Erbakan en todos los frentes: intensificó la guerra en el Kurdistán, al tiempo que emprendió una ofensiva judicial contra el entonces islamista Partido del Bienestar. Erbakan terminó dimitiendo sólo un año después de haber sido elegido primer ministro. Como en Argelia, Estados Unidos y la Unión Europea (UE) miraron hacia otro lado.
Siguiente maniobra: aprovechando la desorganización islamista, los militares convocaron a elecciones. Pese a ello, los partidos ligados al grupo dirigente no lograron detener su imparable declive. La socialdemocracia oficial y la extrema derecha militarista surgieron como recambio. Aritméticamente hablando no quedó más remedio que una coalición entre ambos polos.
Cuatro años después, las tendencias se han radicalizado: el voto islamista (agrupado ahora entorno al AKP, sucesor del Partido del Bienestar) creció el pasado mes de octubre hasta alcanzar un 34.2%. Un porcentaje relativamente bajo, pero suficiente para gobernar e incluso para reformar la Constitución sin tener que negociar. Enfrente y como única rival, la socialdemocracia disidente. La antigua clase dirigente ya es extra–parlamentaria. Si bien socialmente hablando el vendaval islamista no ha sido tan potente como parece, a nivel político ha visto multiplicada su importancia debido a los candados elitistas con los que la vieja guardia burocrático–militar trataba de proteger sus intereses desde hace años.
Como sea, tampoco conviene olvidar que los islamistas han recabado apoyos en casi todos los sectores sociales: desde las ciudades hasta el campo, pasando por la bolsa de valores, los suburbios de las grandes ciudades o el Kurdistán. De la noche a la mañana, el AKP se ha convertido en una posibilidad inmediata, tangible y organizada de transformar unas estructuras institucionales que, cada vez menos, se ajustaban a la realidad socioeconómica de un país emergente. La sociedad turca ahora cree en valores como la meritocracia o el consumo, los cuales no estaban garantizados en un sistema corporativo y corrupto como el que acaba de derrumbarse. También por eso sus convicciones islamistas son tan peculiares.
El gran reto
El reto consiste en hacer del islamismo una ideología políticamente correcta y socialmente aceptable. Algo que, hasta ahora, nadie se había planteado fuera de Turquía. El habilidoso y carismático Recep Tayip Erdogan ya ha dado pasos en esa dirección. Para empezar, comparó al AKP con la CDU, el partido democristiano que reconstruyó Alemania tras la Segunda Guerra Mundial4: una sutil manera de presentarse como una especie de versión turca de Konrad Adenauer, uno de los padres de la construcción europea; y quizá también de atraerse las simpatías del poderoso Partido Popular Europeo y, cómo no, los favores de la emblemática e influyente Fundación Konrad Adenauer.
Siguiente paso: en el contexto de una reciente gira por las principales capitales europeas, Erdogan reiteró su voluntad de que Turquía ingrese cuanto antes en la UE. Sin embargo, Bruselas sigue evitando hablar de fechas concretas, aunque ya le ha impuesto a Turquía toda una serie de reformas políticas, institucionales, jurídicas y socioeconómicas que los islamistas han asumido como esencia de su programa.
Europa mira hacia Turquía con asombro. El recelo de antaño parece estar olvidándose: un voto de confianza ha sido otorgado. Javier Solana –el alto representante de la Unión Europea para la Política Exterior– ha sido explícito al respecto. Es todo lo que, para empezar, necesita Erdogan. La bolsa de valores de Estambul, la más importante del país, recibió el pasado octubre la victoria islamista con alborozo; pero no así la renuencia de Bruselas a hablar de fechas concretas con Ankara. Pese a todo, de momento, en el ambiente se respira confianza. Tanta que Erdogan y sus islamistas corren el peligro de morir de expectativas frustradas.
Para sacar adelante los cambios, Erdogan sabe que necesita generar confianza, por eso cuida sus declaraciones. No quiere incurrir en deslices como los que en el pasado le acarrearon problemas judiciales. Cualquier pérdida de crédito fuera de Turquía puede ser fatal en términos de política interna. Se trata, no en vano, de reformar los principios constitucionales, la organización territorial y las estructuras sociopolíticas con el objeto de activar un desarrollo econométricamente equilibrado y socialmente justo. O sea, hay que desmontar el hasta ahora intocable poder del ejército. Ardua tarea a la que quizás ayude el cumplimiento de las obligaciones que la UE impone a los países candidatos a ingresar en su seno.
Lo que allí ocurra en los próximos años puede ser fundamental, no sólo por la estratégica situación del país (a mitad de camino entre Europa, Rusia y Medio Oriente), sino porque podemos estar ante la primera forma de estructuración racionalista del pensamiento político islamista. Podría tratarse, por ende, del germen de un entendimiento redefinido entre Oriente y Occidente. De las diatribas del primer ministro italiano Silvio Berlusconi contra los musulmanes al reciente reconocimiento de que la UE no es un club cristiano hay un paso. Los turcos han ayudado a darlo, Europa no debe fallarles.
NOTAS
1. En 2001 Turquía realizó un gasto militar de 5 mil 100 millones de dólares. Prácticamente el mismo dinero que gastó Ankara en educación y salud pública.
2. Erdogan, ex alcalde de Estambul (7 millones 800 mil habitantes), fue acusado de "incitación al odio religioso" por leer un viejo poema nacionalista en un mitin político. Una vez ganadas las elecciones, el escogido para el cargo de primer ministro hubo de ser Abdullah Güll, otro moderado. Recientemente, Erdogan, ha sido rehabilitado por los tribunales y el parlamento.
3. En el Informe 2002 de Amnistía Internacional, sección europea, se dice lo siguiente sobre Turquía: "La tortura, tanto a hombres como a mujeres y niños, siguió siendo una práctica frecuente y sistemática […]. Miles de presos recluidos en las prisiones Tipo F permanecieron en condiciones de aislamiento prolongado que constituían trato cruel, inhumano y degradante". Bruselas exige a Turquía que acabe con ese tipo de situaciones si quiere entrar a la UE.
4. El comentario de Erdogan fue intencional. Dos millones de turcos –de los cuales 500 mil son kurdos– residen en Alemania. Es el colectivo inmigrante más numeroso en dicho país y una de las principales fuentes de ingresos en divisas para Turquía.