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Argentina: La lucha continúa

31 de enero del 2003

Argentina: La decadencia de la Unión Cívica Radical

¡Felices Pascuas!

Daniel Campione
Rebelión

Golpeado en su prestigio y credibilidad después del derrumbe sin atenuantes, en medio de una sangrienta represión, de su último gobierno, sumido en un conflicto interno hasta ahora irresoluble, con una 'intención de voto' que no supera el uno o dos por ciento en las encuestas, decir que el partido Unión Cívica Radical se halla en una crisis con probabilidades de ser definitiva, parece a esta altura la repetición de una obviedad. Un tanto más complejo resulta arrimar una explicación de esa tendencia a la decadencia completa y la disolución, que logre desprenderse de los últimos episodios y la coyuntura inmediata. Pero buscar una comprensión de más largo alcance de esta crisis resulta altamente necesario a la hora de explicar el virtual hundimiento de lo que en Argentina suele llamarse, de modo impropio, la 'clase política'..
En 1983, la UCR obtiene la presidencia de la Nación constituyéndose al mismo tiempo, por su convocatoria, en un partido de masas, con predominante atracción sobre las capas medias. Su candidato, Raúl Alfonsín, significaba una renovación en el plano partidario, y logró encarnar como símbolo de una superación de la opresión dictatorial, que al mismo tiempo no pretendiera ningún atisbo de radicalización que pudiera volver 'peligroso' al retorno democrático. Su atractivo se construyó a partir de una equilibrada mezcla de la reivindicación de la secular identificación con la democracia del partido radical, con la promesa de un gobierno progresista y moderno, capaz de romper con la tradicional deferencia hacia los 'factores de poder' de experiencias anteriores. Alfonsín hacía gala de, a distinción de sus adversarios peronistas, no tener compromisos con las Fuerzas Armadas, con la Iglesia, ni con la dirigencia sindical. Su política sería la del 'cambio posible', sin correr grandes riesgos, para conducir lo que se dio en llamar 'transición a la democracia'. A los viejos seguidores y votantes de su partido, Alfonsín logró sumar a buena parte de los que habían soñado con la revolución en décadas anteriores, y a muchos de los que en su momento vieron en el peronismo la potencial fuerza transformadora y terminaron desilusionados por el descalabro reaccionario del último gobierno peronista. Encarnaba el propósito de someter a juicio a los militares, el respeto a las libertades públicas y a las instituciones republicanas, la normalización democrática de los sindicatos y de las universidades, el espíritu tolerante y pluralista hacia las 'minorías'. Podía representar el antiperonismo para muchos, pero también una política integradora y comprensiva hacia los mejores componentes de la tradición peronista, comenzando por las políticas sociales. Una de sus frases preferidas: "Con la democracia se come, se educa, se cura..." catalizaba las ilusiones de quiénes lo miraban con simpatía, y también algunas de las fallas centenarias de su partido: La creencia de que todo podía solucionarse desde la institucionalidad política, que si el sufragio popular y las instituciones parlamentarias funcionaban, todo lo demás sería dado por añadidura..
En una rápida historia de cómo se hicieron trizas las esperanzas que Alfonsín y su partido alcanzaron a suscitar en 1983, el hito fundamental no puede ser otro que la actuación frente al alzamiento militar de abril de 1987. Pero un antecedente importante lo constituyó un abril anterior, el de 1985, cuando tras convocar al 'pueblo' a la Plaza de Mayo, terminó anunciando una 'economía de guerra' que no era otra cosa que el inicio de políticas de ajuste alineadas con el pago puntual de la deuda externa, el abandono de políticas expansivas de tinte keynesiano intentadas al comienzo del gobierno, y la adopción de medidas monetarias y fiscales más afines con las orientaciones del FMI y otros organismos internacionales..
En la Semana Santa de 1987, ante un alzamiento militar, cientos de miles de personas salieron a las calles de Buenos Aires y otras ciudades de la Argentina, para manifestar su respaldo al régimen democrático y su disposición a luchar contra cualquier posibilidad de retorno de los militares al poder. Mientras los comandantes del ejército, formalmente leales al gobierno constitucional, dejaban pasar el tiempo sin tomar medidas concretas para reprimir la rebelión, masas que cubrían un amplio arco social e ideológico, manifestaban en las calles su exhortación a que se terminara con la insolencia de losmilitares, y hasta su disposición a poner el cuerpo en la tarea. Esto tomaba un significado adicional porque la insubordinación castrense derivaba del rechazo a los juicios a oficiales en actividad por los crímenes de la dictadura. El apoyo a la democracia en general se complementaba con el impulso a l juicio y condena de los criminales de la dictadura militar..
Tras un par de días de constantes movilizaciones, que no excluyeron el virtual sitio por verdaderas multitudes del cuartel principal de los alzados, la respuesta que dio el presidente Raúl Alfonsín no pudo ser más ominosa: Pactó con los sublevados medidas de impunidad para los criminales de uniforme, y llamó al pueblo a desmovilizarse, no sin antes enaltecer como "héroes de Malvinas" a los que habían desafiado su propia autoridad, y despedir con un involuntariamente irónico deseo de "Felices Pascuas" a la multitud que había ganado las calles decidida a no volver al peor de los pasados. Tiempo después la ley de 'obediencia debida' legalizaba la desincriminación de los asesinos. Entre los deseos del pueblo en la calle y los reclamos de un par de centenares de militares, el presidente había optado claramente por estos. Otra de las recordadas metáforas del presidente en aquel domingo de Pascuas, 'la casa está en orden', podía darse como cierta, al menos en tanto quedaba claro que 'la casa' y su ordenamiento, seguí en lo sustancial en las mismas manos de siempre. No podía pensarse un mentís más concreto para la idea de que la democracia representativa era realmente el 'gobierno del pueblo'. La decepción fue muy grande para muchos, pero sobre todo, echaba un baldón sobre el radicalismo. Si en los años treinta el partido se mostró incapaz de mantener la abstención frente al fraude y la represión, y en 1955 se habían aupado a un golpe militar y respaldado la abrogación por decreto de una reforma constitucional, los hechos de 1987 eran todavía peores: No se trataba ya de la falta de voluntad o aptitud para enfrentar a gobiernos antidemocráticos, o para rechazar 'soluciones' golpistas contra gobiernos adversarios, sino de la incapacidad para defender a un gobierno 'propio', y para responder positivamente a los ciudadanos, identificados o no con ese gobierno, que habían ofrecido el pecho en su respaldo. La organización política que había nacido un siglo atrás basada en el reclamo del sufragio limpio y el pleno imperio de la Constitución, se demostraba inapta para hacer realidad esas consignas históricas en una situación crítica que la involucraba directamente. La capitulación de Semana Santa constituye el punto de inflexión, el comienzo de la declinación radical, de la pérdida de su condición de 'partido popular' como solía denominárselo junto con el peronismo..
Casi dos años después, el empeño del gobierno radical por seguir una política de ajuste fiscal y restricción a los ingresos de los trabajadores, pero negándose a adoptar a pleno el programa de máxima del gran capital (privatizaciones, apertura económica irrestricta, desregulación de precios y movimientos de capitales), derivaba en un ataque especulativo contra el dólar, el desencadenamiento de un pico hiperinflacionario, el saqueo de almacenes y mercados en busca de comida, y finalmente la renuncia anticipada del presidente..
La UCR en la oposición a partir de 1989, respaldó las primeras iniciativas del peronismo (que ya incluían las privatizaciones y el ajuste brutal), y luego se fue volcando hacia una oposición a veces dura en lo verbal, pero siempre 'moderada' en los hechos concretos. Esa moderación alcanzaría un adecuado remate en el 'Pacto de Olivos', el acuerdo entre el ex presidente Alfonsín y el presidente Menem que habilitó la continuidad de este último en la presidencia..
Cuando el ex presidente Raúl Alfonsín tuvo la 'genial' idea de capitular frente al empeño reeleccionista de Menem, puso a la aceptación popular de su partido, ya mellada por el fracaso de su gobierno, en un riesgo aún más alto. El 'Pacto de Olivos' a cambio de algunas ventajas para el radicalismo, expresadas en mayor número de senadores, un par de cargos en la Corte Suprema de Justicia, y algunas reformas constitucionales no decisivas, otorgaba al verbalmente detestado 'menemismo' la posibilidad de permanecer cuatro años más en el control del aparato del estado. Peor aun, el proyecto de reformas se convirtió en un 'paquete' cerrado, cuyos términos no podían ser discutidos en la asamblea constituyente. Muchos miembros prominentes del propio partido radical se opusieron al pacto, y la población dio su veredicto en las elecciones presidenciales de 1995: La votación radical estuvo bastante por debajo del veinte por ciento, la mitad de lo que había obtenido en los comicios de 1989, aun después de la crisis y el alejamiento anticipado de Alfonsín. Y la UCR quedaba en el tercer puesto, detrás de una flamante fuerza política, el Frepaso (Frente País Solidario). El fantasma de la extinción, o al menos de la pérdida de gravitación efectiva, se cernía sobre el centenario partido. Había nacido cien años atrás cuando su fundador, Leandro Alem, rechazara el 'acuerdo' con las fuerzas más conservadoras de la época, y había hecho del rechazo a ese tipo de pactos una razón de identidad. Y ahora jugaba y perdía su prestigio en un pacto de salón con quiénes personificaban un curso de acción más que reaccionario..
Pero sólo un par de años después, una ayuda externa vino a redimir parcialmente al alicaído partido de Alem e Yrigoyen: La nueva y lozana expresión del 'progresismo', el Frente País Solidario, luego de purgar a sus elementos más radicalizados, decidió que su objetivo fundamental no era ninguna transformación profunda de la sociedad argentina, sino el rápido acceso al poder político. El imperativo era derrotar al 'menemismo', entendido no como expresión del programa de máxima del gran capital y del ataque más frontal contra los trabajadores de la historia argentina, sino como el uso y abuso de las instituciones políticas por el presidente y su grupo. Esa interpretación 'politicista', más interesada en alcanzar el control del aparato estatal que en las acciones que se pudieran promover desde allí, más motivada por la captación del voto ciudadano que por la construcción de alguna forma efectiva de poder popular, venía a pedir de boca del radicalismo. Si el objetivo era derrotar al gobierno en elecciones, el mejor camino era unificar a la 'oposición' en una coalición electoral. Y así se hizo, con la Alianza UCR-Frepaso. Esta coalición, que rompía con su tradición de aislamiento partidario, la ola 'antimenemista' que atravesaba a la mayoría de la sociedad, y cierta revalorización más emotiva que racional, de la figura de Alfonsín, impulsaron una recuperación de la UCR, al menos en lo electoral. A la hora de dirimir el candidato a presidente, el radicalismo postuló a un aspirante, Fernando de la Rúa, que era en sí mismo el epítome de las menguadas aspiraciones de las capas medias de Argentina en la segunda mitad de los 90', ligadas a abandonar los peores vicios del 'menemismo', y atenuar los resultados más deletéreos de sus políticas, pero sin dejar de apostar por eso a la convertibilidad, a la 'economía de mercado', y dejando intocadas las privatizaciones y otras grandes líneas de las reformas de Menem. Tanto el candidato como el planteo de objetivos, indicaban que la recuperación radical había sido más bien superficial, ya que no incluía la capacidad para formular alternativas reales a la política que el capital más concentrado había impulsado a lo largo de la década de los 90'. Sin embargo, obtuvo un muy amplio respaldo electoral, de parte de ciudadanos no del todo inocentes de la pretensión de librarse de Menem sin por eso modificar seriamente sus líneas de acción..
Promovía así para la presidencia a un hombre que conjugaba la mediocridad intelectual, la escasa habilidad política, con una cosmovisión conservadora en el sentido más quietista del término, dispuesto a gobernar en alianza con las grandes empresas y los ideólogos del neoliberalismo, lo mismo que su antecesor, cambiando sólo algunos nombres, no todos. Sus políticas fueron las de Menem, pero en una época en que los presupuestos que las habían habilitado, estaban desgastados tanto en el país como en el mundo. La desocupación y el índice de pobreza siguieron en aumento, las empresas siguieron recibiendo nuevas prebendas, y el valor uno a uno del dólar fue sostenida a cualquier precio (endeudamiento creciente, recorte del gasto público, acentuación de la regresividad impositiva), bajo la conducción del propio ministro- estrella de Menem, Domingo Felipe Cavallo. La idea de que el gobierno de la Alianza subsanaría los efectos del 'menemismo' se había convertido en una broma sangrienta. La consecuente agravación de la crisis y la movilización de crecientes sectores de la sociedad argentina contra las políticas que venían destruyendo sus condiciones de vida a lo largo de un cuarto de siglo, terminaron por arrojar nuevamente al partido radical del poder, pero esta vez de forma mucha más ignominiosa que la primera vez. El presidente de la Rúa se vio reducido a escapar de la casa de gobierno tras defender a sangre y fuego frente a la masiva movilización del 20 de diciembre una permanencia allí que carecía de sentido. Tras esa conmoción, los radicales fueron consecuentes con sus modos de acción de los últimos años: Trocaron por un par de carteras ministeriales en el gobierno provisorio de Duhalde, mas otros cargos y prebendas menores, el apoyo al engendro pergeñado por sus amigos justicialistas para escamotear el sentido del pronunciamiento popular que expulsara al ex presidente, y se dispusieron a cogobernar 'discretamente'. Entre sus aportes concretos al gobierno Duhalde, se destaca el de un ministro de Defensa convertido en un ferviente activista no ya de la impunidad, sino de la reivindicación de las fuerzas armadas, sin excluir su rol en el genocidio....
La Unión Cívica Radical es el más antiguo de los partidos políticos de la Argentina. El antecedente inmediato de su formación es el pronunciamiento cívico que dio lugar a la insurrección cívico-militar de julio de 1890, y en las elecciones presidenciales de 1892 ya hubo candidatos presentados a nombre de la Unión Cívica Radical, luego de la negativa de Leandro N. Alem, Bernardo de Irigoyen y otros dirigentes a cualquier acuerdo con la coalición conservadora entonces en el poder. La actitud contraria a un 'acuerdo' con el régimen político imperante, basado en la alianza entre las clases propietarias de las diversas provincias, y en variados mecanismos de adulteración del sufragio que permitían manterner el acceso a la conducción política, tanto a nivel de presidente de la Nación, como de gobernadores de provincia y el control de la mayoría parlamentaria, se convirtió en la marca de origen del radicalismo argentino. Y la consecuente política de 'intransigencia' y abstención electoral (sin excluir en los primeros tiempos, la reiterada apelación al alzamiento armado), terminó por impulsar a los conservadores a producir una reforma electoral, y esta llevó al poco tiempo a los radicales, y a su máximo líder, Hipólito Yrigoyen a la presidencia de la República..
Si los blasones del radicalismo como partido identificado a rajatabla con la democracia y las libertades públicas quedaron ajados ya durante su primer acceso al gobierno nacional, en tiempos de Yrigoyen, con las sangrientas represiones al movimiento obrero en la Patagonia y la conocida como 'Semana Trágica', la masacre del final del trunco período de De la Rúa dificultó mucho más esa asociación. Un episodio menor actualmente en curso, las mutuas acusaciones de fraude electoral entre dos precandidatos en elecciones internas, para colmo ambos aspirantes a una postulación simbólica, sin posibilidad alguna de triunfo, hunde esa pretensión de firme vocación democrática en el ridículo. Máxime cuando las elecciones internas eran para los radicales- partido formalista e 'institucionalista' si los hay- el momento de máxima militancia y entusiasmo, afición que por sí misma constituye un índice de la despreocupación del partido por los problemas económicos, sociales y políticos de fondo..
La actual coyuntura de la Unión Cívica Radical, con un vergonzoso escándalo por fraude en elecciones internas, adquiere una relevancia mayor por ser el remate de una serie de catástrofes. Amplios sectores de capas medias argentinas, más o menos tímidamente 'progresistas', o al menos con convicciones democráticas, ya encuentran difícil identificarse en algún grado con el radicalismo. Se ha convertido en el partido que inició el proceso de impunidad para los genocidas (rematado por el indulto de Menem), el que capituló ante los militares en Semana Santa, el que no pudo evitar hundirse en la hiperinflación en 1989, aportó el consenso para la habilitación de la reelección de Menem, y finalmente se derrumbó por segunda vez, pero esta vez en medio de una represión sangrienta, y después de desgastarse intentando continuar con las políticas para cuya reversión los eligieron la mayoría de sus votantes..
El del radicalismo es sólo el caso más agudo en el desprestigio de los dos partidos tradicionales de Argentina. Sólo la innegable habilidad de su contrincante, el Partido Justicialista, para encarnar tendencias dispares y hasta contrapuestas al mismo tiempo, preserva a éste precariamente de disolverse entre varias tendencias enfrentadas. El radicalismo no sólo no posee esa capacidad, al menos no en tan alto grado, sino que ha logrado convertirse en sinónimo de fracaso sin atenuantes, de ineficacia para realizar políticas de cualquier tipo..
Los dos partidos más fuertes de Argentina, hasta hace poco adjetivados como 'populares' se han ocupado en las últimas dos décadas, de desmentir ese calificativo. En medio de la más perdurable y profunda ofensiva del gran capital para expropiar a las clases subalternas, no sólo no hicieron nada efectivo para preservar los intereses de los trabajadores y explotados, sino que se sumaron, a veces con entusiasmo, otras veces con pudor real o fingido, a las políticas que, desde el aparato del estado impulsaban o al menos viabilizaban la ofensiva contra las condiciones de vida y salario de los trabajadores, contra el acceso de las clases subalternas a la salud y la educación, y el esfuerzo por destruir a las organizaciones populares. Se han situado objetivamente en el bando enemigo de los sectores sociales a los que supuestamente representaban: Los trabajadores asalariados en primer lugar, y las capas medias urbanas en medida apenas menor, han sufrido daños inauditos a lo largo de dos décadas ininterrumpidas de gobierno con los partidos con los que supieron construir un vínculo de largo aliento, hoy roto. Esa constatación se ha hecho carne en la mayoría de la sociedad argentina, que busca, a veces a tientas, respuestas nuevas para sus agudísimos problemas, y rechaza activamente a los viejos partidos. Estos sólo producen escándalos, oscuros enjuagues a costas del pueblo, o discursos ampulosos que suenan totalmente a hueco. Ni siquiera los más de ciento diez años de historia de la UCR soportan semejante vergüenza.